Política de concordia y modestia

El lenguaje populista ha impregnado toda la política occidental, desde Estados Unidos hasta Grecia, desde Argentina hasta Israel. También tenemos ejemplos en otros mundos, como el asiático, la India, v. gr., pero dejemos esto para otro momento y centrémonos en Occidente. El lenguaje populista, sin ánimo de ser exhaustivo, se articula en un discurso en el que predomina:

1. Una visión de la sociedad que se concibe siempre dividida entre “los nuestros” (buenos) y “los otros” (malos). Dependiendo del movimiento populista --los populistas se presentan como “movimiento”, una fuerza irresistible que arrastra a la mayoría social como expresión de “la totalidad”, no como “partido”, que implicaría la comprensión de que toda sociedad es compleja y tiene partes diversas con intereses distintos--, dependiendo del movimiento populista, decía, este “nosotros” puede ser “el pueblo”, “la gente” o “la nación”, siempre caracterizados por una sustancialidad virtuosa, frente a “la élite”, “el establishment”, “los poderes económicos”, “el bloque de poder”, “los antinacionales”, “los extranjeros” o “los poderes fácticos de una conspiración internacional”, los cuales están imbuidos de una maldad natural que trabaja contra “el común”.

2. Esta comprensión dicotómica de la sociedad bebe de la idea del jurista alemán --pronazi en una de sus etapas-- Carl Schmitt, quien entiende que en toda sociedad política se da en todo momento una confrontación amigo/enemigo. Siempre existe un enemigo contra el que hay que luchar para mantener la esencia y homogeneidad de la sociedad política, y, si no, se inventa. Tal entendimiento de la sociedad lleva a un “antagonismo” constante, a una confrontación necesaria, agonística en último término, que no tiene por qué implicar la aniquilación del enemigo --extremo al que intentaron llegar los nazis con la Shoah-- sino que puede expresarse en una permanente lucha por la exclusión del diferente, del otro, al que hay que apartar del juego del poder.

3. Para que esta lucha sea exitosa, es necesario alcanzar la “hegemonía”, en el sentido gramsciano. No se trata sólo de conseguir el poder y mantenerlo, premisa resaltada por Maquiavelo en El Príncipe, que tanto ha influido también en los populistas, sino de imponer en la sociedad una nueva “visión del mundo” en lucha contra la predominante, que debe ser superada.

4. Por último, el trasfondo de todo esto es una “antropología hobbesiana”, que si no parte de la idea mal atribuida a Hobbes de que el ser humano es malo por naturaleza --que Hobbes no llegó a afirmar porque hubiera sido tanto como decir que Dios había creado el mal--, sí concibe al ser humano como un lobo en lucha a muerte --no siempre metafórica-- con sus semejantes. De esta forma, la política se entiende como una continuación de la guerra por otros medios, enmendando la plana a Clausewitz, quien afirmó que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”.

Mas cabe otra concepción de la política, y ésta aquí descrita hasta ahora, predominante en el populismo, ésta --hobbesiana, maquiavélica, gramsciana, schmittiana-- tiene que ser apartada del centro de nuestra comprensión del mundo. La política, como enseña Aristóteles, es construcción de lo común, es la producción del espacio público en que podamos convivir y desarrollarnos como ciudadanos y como personas, en que podamos afrontar los problemas que cada uno por sí mismo difícilmente podría resolver, y así crecer en humanidad. Hace falta una “política de la concordia”, que no parta de la ingenuidad de que el ser humano es bueno por naturaleza, pero tampoco del error de concebir como malvada la naturaleza humana. En esta tierra que habitamos hay de todo, y a veces los buenos hacen el mal queriendo hacer el bien, y los malos hacen el bien queriendo hacer el mal. Por eso, hemos fundado instrumentos jurídicos y sociales para protegernos de la maldad. La política tiene que partir de la posibilidad de que nuestros corazones, guiados por la razón, aunque no renuncien a sus sentimientos, sean capaces de concordar, de alcanzar acuerdos, de llegar a compromisos, por mínimos que sean, en los que fundamentar la convivencia. Tenemos que llegar a la convicción de que el otro no siempre está en el error, y de que nosotros no siempre estamos acertados.

Recuerdo unas palabras de Antonio Machado, quien en su Juan de Mairena escribe: “Sed modestos: yo os aconsejo la modestia, o, por mejor decir: yo os aconsejo un orgullo modesto, que es lo español y lo cristiano. Recordad el proverbio de Castilla: «Nadie es más que nadie». Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Así hablaba Mairena a sus discípulos. Y añadía --escribe Machado--: ¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?”.

Estamos llenos de grandes hombres y mujeres soberbios, empecinados en sus sentimientos y en sus supuestas razones, que no quieren dialogar con los otros, sino imponer sus criterios. El oropel con que adornamos a los políticos, rodeados de asesores, de guardaespaldas, de lujos de todo tipo, de honores, y de tanto faranduleo alrededor ayuda poco a esa modestia que recomendaba Machado, y les hace olvidar que “nadie es más que nadie”, expresión que a mí me gustaría decir ahora como la pronunciaba hace años la gente del pueblo: “naide y es más que naide”, porque por mucho valor que tenga alguien nunca tendrá más que el de ser persona.

Si fueramos capaces de desechar las concepciones populistas de la política, a lo mejor seríamos capaces de construir los fundamentos de una política de concordia y modestia.

Comentarios

  1. Me temo que la actual fragmentación de las sociedades occidentales imposibilita la concordia política y social. El diálogo tranquilo, base de la concordia, no es factible con alguien que ignora la existencia de la verdad. La modestia en las pretensiones como en la vestimenta es incompatible con el culto de la fealdad y el desprecio hacia las personas con opiniones discrepantes.
    Una concordia política tenía más posibilidad de existir en un sistema político basado en la alternancia de dos partidos que reconocían el derecho de existir del otro, y su derecho de gobernar en caso de ganar la mayoría electoral. Hace tiempo que estas condiciones no existen en España.
    Se puede cuestionar la viabilidad a largo plazo de una sociedad que no esté cohesionado por creencias generalmente compartidas en religión y en moralidad pública y privada. El pronóstico para Occidente es más bien negativo.

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