Cacerolas que no alimentan


Frente al populismo, razones, pero también sentimientos democráticos


Reciclo aquí ideas que escribí en abril del año pasado, 2019, en medio de la campaña electoral. Creo que algunas pueden ayudarnos a pensar la situación que vivimos hoy. La confrontación social que preveía entonces, alentada desde distintas fuerzas políticas, y la imposición de la visión del otro como enemigo se están cumpliendo, lamentablemente. Lo que no me imaginaba en aquel momento era que una pandemia pudiera actuar de mecha del polvorín que veía cómo se estaba montando. En los primeros párrafos describo cómo este clima envenenado ha llevado a las caceroladas; luego vienen las ideas escritas hace un año. Quizá el ensayo debería organizarlo al revés, pero es que lo que anunciaba ya se ha cumplido: así que primero, los hechos, y luego, la teoría de por qué hemos llegado donde estamos.


Las caceroladas

El cansancio que va infligiendo en nuestras vidas la circunstancia del confinamiento, el recorte de libertades que él impone –no olvidemos que es para evitar el contagio ante el coronavirus y protegernos– y la incertidumbre sobre la recuperación económica han desembocado en estos últimos días en protestas callejeras y balconeras al son de caceroladas. Este desagradable ruido ha roto el silencio en que vivíamos en nuestros pueblos y ciudades y, también, el aparente consenso de los aplausos. Tenía su encanto, a pesar de que era un silencio provocado por la covidia –como he visto que mi hermano Jesús llama en Twitter a la COVID19–. Un silencio debido a la paralización del tráfico y de casi toda actividad económica. Ahora que, muy lentamente, ambos, tráfico y economía, volvían a recuperarse con la mal llamada “desescalada”, la noticia es que el silencio lo ha roto la protesta. Cuando más debíamos buscar el consenso, los acuerdos esenciales para el esfuerzo común por la recuperación, la división y confrontación se imponen.

Se equivocarán los que piensen que las caceroladas son sólo un desahogo de “cayetanos”, de señoritos, de pijos de los barrios ricos de Madrid, como el de Salamanca, que se extiende por ósmosis a otros pueblos y ciudades de España. Se está extendiendo mucho y la composición social de los manifestantes es cada vez más heterogénea. Se equivocarán los que piensen que es sólo una queja de gente biempensante ya cansada por la prolongación del confinamiento que les impide salir de casa a tomar unas cervezas y unas gambas, de gente que quiere ir de compras y jugar al golf. Algo de eso hay, todos estamos hartos ya del encierro, aunque la mayoría nos hacemos la composición de lugar de los riesgos que una vuelta demasiado rápida a la normalidad pudiera suponer. Todos queremos recuperar nuestras vidas de antaño o alcanzar, al menos, esa “nueva anormalidad” de hogaño que nos ofrece, en fases, el Gobierno.

En España, hay una enorme economía sumergida –se habla de un 25%–. La paralización repentina de la mayoría de los sectores económicos afecta no sólo a los trabajadores de esta economía informal, mal pagados y sin derechos sociales, sino también a los empresarios, a los malos empresarios que la promueven. Pienso que de esto hay también mucho en la protesta de las cacerolas: gente que necesita salir a producir, a trabajar, porque, tras dos meses de paralización de sus ilegales o semiilegales negocios, ya no puede aguantar más, o teme que si esto se prolonga, su nivel de vida se reducirá de forma drástica. Estos empresarios, muchos autónomos, y trabajadores no han podido acogerse a ninguna de las ayudas que ha aprobado el Gobierno porque para la economía que se cuantifica en el PIB y en Hacienda no existen. Esta situación afecta al Barrio de Salamanca y a Vallecas, a Hortaleza y al Viso, pues no todos son grandes empresarios, grandes fortunas; éstas, mal que bien, pueden aguantar más tiempo hibernados sus negocios. La sociedad que se expresa con las caceroladas es cada vez más horizontal, y su horizontalidad aumentará con el tiempo y el enfado ante lo que, quizá con justicia, consideran falta de adecuada respuesta del Gobierno. Aunque la protesta haya nacido en el barrio más snob, y menos castizo, de Madrid, se va a extender por toda España y por todos los barrios, incluso por los barrios proletarios, ya hemos visto ejemplos. Le Pen no se nutre sólo del 16ème arrondisement de París, sino de la banlieue. Su extensión deberá mucho a la falta de soluciones, a la capacidad que muestre el Gobierno de responder a las necesidades sociales, a todas.


Los bulos

Tampoco debemos engañarnos. Somos conscientes de cómo los bulos de la ultraderecha han contribuido a producir, promover y alentar estas protestas. Lo de Núñez de Balboa lo vimos fabricarse: cómo se construía el bulo en la tarde-noche del 10 de mayo –diciendo que habían identificado y detenido a personas por llevar banderas españolas y protestar dándole a la cacerola, y afirmando que muchas “lecheras” se habían agrupado en el Barrio de Salamanca para impedir que se protestara contra el Gobierno–, cómo se difundía durante esa noche y a la mañana siguiente, ya movido por los activistas tuiteros más radicales, y cómo, finalmente, cuajaba en una convocatoria a una protesta generalizada contra el Gobierno, pidiendo su dimisión. Es lícito hacerlo, puede haber, incluso, motivos muy razonables para hacerlo, porque somos el país del mundo con más muertos por mil habitantes y con más sanitarios contagiados, porque el Gobierno ha dado muchos bandazos y ha mostrado mucha indecisión e ineficacia, porque no se ven claras las medidas para la recuperación económica, pero la movilización sentimental, desde la mentira, desde las fake news, desde los bulos es un grave riesgo para la democracia. Resulta llamativo ver cómo los que le dan a la cacerola lo hacen al grito de libertad cuando el ideario que muchos de ellos defienden recortaría muchas de nuestras libertades a las primeras de cambio.


Las caceroladas previas

Tampoco debemos olvidar que los que primero movieron al sonsonete antipático de los golpes de las cucharas contra las cacerolas fueron los que las promovieron contra el rey emérito y, por extensión, contra la monarquía, tras unas informaciones periodísticas que lo dejan en muy mal lugar y a los pies de los tribunales. También están en su derecho de protesta los que así lo hicieron, de expresarse libremente, aunque a mí me gustan más las razones que los golpes, el funcionamiento institucional que la algarada. Andémonos con cuidado porque se empieza dando golpes a la batería de cocina, a los semáforos, a las señales de tráfico y se termina golpeando a las personas y pidiendo las baterías de infantería


Crisis del sistema político

Vivimos en Occidente una crisis de nuestro modelo político y social, derivada en gran parte de la crisis del modelo económico que trajo la Gran Recesión de 2008 y la falta de una respuesta política adecuada a la misma, a nivel nacional e internacional. Podríamos discutir si fue primero el huevo o la gallina: si la crisis económica trajo la crisis política y social, o fue más bien al revés. Dejémoslo para otra ocasión. En España, esta crisis se ha agravado con la puesta en cuestión desde hace años del consenso socio-político de la Transición, que se plasmó jurídicamente en la Constitución de 1978. Cuando algunos hablan, o hablaban, de que hay que romper el candando del 78 o de que hay que acabar con el “Régimen del 78”, en metáfora en que se le quiere equipar al “Régimen” dictatorial franquista, expresan esa ruptura del consenso. El problema es, sobre todo, que no ofrecen otro porque, como luego diré, están en una visión agonística de la política, de imposición de hegemonías alternativas, no de acuerdos. Como Ganivet, unos y otros, estarían dispuestos a echar unos cuantos millones de españoles a los perros.

Las últimas elecciones generales y la formación del Gobierno de Pedro Sánchez, lejos de abrir alguna vía de solución a esta crisis, lo que ha hecho ha sido abrir aún más las heridas de una sociedad cada vez más dividida en frentes; en una España que vive desde hace ya demasiados años con la espada de Damocles en la cabeza de su unidad por las pretensiones independentistas de una parte mayoritaria del catalanismo, que no de la sociedad catalana. El veto que Ciudadanos, con Albert Rivera a la cabeza, puso al PSOE de Pedro Sánchez, y las pocas ganas de la militancia socialista de que se pactara con Ciudadanos –“¡Con Rivera, no!” se gritaba en Ferraz la noche electoral– obligó a que Sánchez convocara elecciones y pactara, después, con aquellos que durante la campaña electoral dijo que no pactaría y que, incluso, le quitaba el sueño que estuvieran en el Gobierno. Además, se hacía necesaria la abstención activa de ERC, con quien Sánchez también había dicho durante las elecciones que no pactaría, y pactó. También con EH Bildu para otra abstención activa. Este Gobierno ha venido a ahondar en los graves problemas de esta crisis sistémica. Se ha sumado ahora la pandemia, y ha hecho de la crisis un pozo profundo del que parece difícil salir, en gran medida por la incapacidad de diálogo y, sobre todo, por la mediocridad de muchos de nuestros representantes políticos. No creo que se alcancen unos pactos similares a los de la Moncloa en 1977, porque ni hay voluntad ni hay grandeza de miras. Se han anunciado a bombo y platillo, pero apenas se ha dicho nada sobre lo que se quiere pactar. Los pactos se preparan y se negocian antes de anunciarlos. Ojalá me equivoque y se logren grandes acuerdos.

 

* * *

 

Los rufianes y vocingleros predominan sobre las voces sensatas, reflexivas y estudiosas en la vida política; el insulto se impone a la discusión racional, y el eslogan simplón, beocio y soez triunfa sobre la frase subordinada que intenta describir y entender la complejidad de los temas que afrontan nuestras sociedades cambiantes, multiétnicas, pluriculturales y globalizadas.


Política y poder

La lucha por el poder es normal en la vida política. O dicho de otro modo: la política es, entre otras cosas, lucha por el poder, es un juego de poder, pero no necesariamente un juego de suma cero. Los que aspiran a él no deben olvidar que el poder político no se persigue por sí mismo sino para, desde él, contribuir a la buena organización y mejora de la sociedad, entendida como las personas, instituciones, culturas que la conforman. El medio (el poder) es, por tanto, secundario al fin (la vida buena, por decirlo con Aristóteles). Frente a la vulgata maquiavélica, inexacta con la obra del gran florentino, pero tan difundida como ejecutada, el fin no justifica los medios. La democracia contemporánea se sostiene sobre valores y principios (derechos y libertades fundamentales, división de poderes, jerarquía normativa, pluralismo político, elecciones regulares y limpias, justicia social, etc.) que imponen unos límites que encauzan el comportamiento de todos los actores, ciudadanos y gobernantes, dentro de esa gran invención humana que es el Estado de Derecho, the rule of law o imperio de la ley. Ya en el Pro Cluentio decía Cicerón que tenemos que ser siervos de la ley para poder ser libreslegum servi sumus ut liberi esse possimus–, fuera de la ley no hay sino an-arquía. No todo vale para hacerse con el poder, de nada vale el poder sólo por sí mismo.

La pelea de gallos en que los líderes políticos han convertido la esfera pública lleva a que los egotismos se impongan sobre los programas, sobre la verdadera política. Los líderes políticos se esconden tras del ruido de la bulliciosa gallera que es hoy la política, con la inestimable ayuda de muchos medios de comunicación, entregados al partidismo menos reflexivo.


El respeto al otro y la esencia del liberalismo

La servidumbre a la ley obliga a respetar y defender los derechos de los demás, exige el respeto al otro. En toda sociedad hay opiniones diversas, concepciones distintas de la vida, y deben ser respetadas y toleradas públicamente salvo que vulneren los derechos de los demás. Esto es lo esencial del liberalismo político, de la libertad de los modernos de la que habló Benjamin Constant en su famosa conferencia de 1819. Esta concepción de la libertad enriqueció y transformó el concepto antiguo de democracia, y dió lugar a los regímenes políticos en que hoy vivimos, mejorados desde finales del siglo XIX con la concepción social de la democracia. El primer artículo de nuestra Constitución define, con mucha exactitud, la misma como Estado social y democrático de Derecho.

Vemos con gran inquietud que se empieza a hablar de democracias “iliberales”. Es un problema serio y un grave peligro. Si a la democracia contemporánea le quitamos este fundamento liberal –el respeto al otro, al diferente, al que no piensa y vive como nosotros–, se puede convertir en el peor de los regímenes políticos, riesgo que ya intuyeron con pre-ocupación Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill, que nos precavieron frente a la tiranía de la mayoría. Algo, por cierto, que Sócrates, Platón y Aristóteles también habían observado con gran malestar en la democracia antigua. La condena de Sócrates a tomar la cicuta fue el símbolo de esa opresión mayoritaria, precisamente porque el filósofo quería enseñar a los jóvenes a pensar contra las creencias de su tiempo, contra el poder establecido, contra los dioses de la polis. Los que se arrogan la voz del pueblo están siempre próximos a convertirse en sus ejecutores. Con la guillotina afilada, invocando la rousseauniana voluntad general, se les oye a derecha e izquierda.


Populismos: un poco de teoría política

A la concepción liberal de la política, que la socialdemocracia hizo suya con la renuncia al marxismo, se han opuesto históricamente muchas ideologías que, frente al respeto al otro, han buscado su aniquilación. El otro, para estas ideologías, es un enemigo con el que no caben transacciones, con el que no son posibles los acuerdos. Así el marxismo-leninismo interpreta la historia como una constante lucha de clases que tendría que desembocar, necesariamente, en la imposición del proletariado sobre la burguesía por medio de una dictadura –ejercida por la vanguardia del proletariado, según Lenin– que esquilmara todos los resortes del poder burgués para llegar a la sociedad sin clases, es decir, sin diferencias. Aunque ya sabemos que no fue así y conocemos bien los privilegios de la Nomenclatura y de sus herederos.

Carl Schmitt, profundamente antiliberal –tan admirado por cierta derecha y cierta izquierda en España e Iberoamérica, aún hoy, seguro que por su antiliberalismo–, redefine esta dicotomía marxista en términos de amigo/enemigo. El filósofo alemán fue un duro crítico de la República de Weimar y teórico del nazismo durante un tiempo. Simboliza el populismo fascista que entiende la política como busca permanente de un enemigo al que exterminar (los judíos, los masones, el comunismo, la democracia liberal) para conseguir la homogenización del pueblo mientras los jerarcas ejercen el poder totalitario. La política es así, en la teoría schmittiana, lucha contra el enemigo. La guerra está presente, siempre, como una posibilidad cierta.

Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, que han bebido de estas fuentes marxistas y schmittianas, presentan la política también como constante conflicto, que en su caso no se pretende superar. La pluralidad es, para ellos, un elemento constitutivo de la democracia, pero el consenso es inalcanzable por medio de la razón dialógica y, consecuentemente, el antagonismo es irresoluble, por lo que hay que dar el paso de una visión antagonista de la política a una concepción agonista de la misma en la que la confrontación es permanente. En vez de buscar el consenso, la hegemonía se impone por medio del supuesto empoderamiento del pueblo, convertido en un significante flotante que se va redefiniendo en función de las necesidades y urgencias del movimiento, las cuales pueden implicar la vulneración de las libertades “formales” de la democracia, antes llamada “burguesa”. 

El clima político de permanente insulto, de menosprecio del contrario –que es presentado siempre como inepto, cuando no malvado: “el sepulturero de Moncloa” llama la ultraderecha ahora a Pedro Sánchez– en nada contribuye a la superación de esta visión dialéctica, maniquea y agonista del poder. En el ambiente político de la hora presente, los medios de comunicación son responsables porque alientan la permanente confrontación en lugar de hacer análisis más complejos, informados y reflexivos. Llama la atención el constante insulto a la inteligencia del ciudadano que hacen políticos y medios de comunicación mediante consignas cuyo mensaje simplificado roza, en muchos casos, el absurdo, cuando estamos en las sociedades con mayor nivel de formación de la historia. Si bien es cierta la precaución de Walter Lippmann cuando en La opinión pública (1922) y El público fantasma (1925) alertaba sobre lo problemático que es para la democracia concebir un ciudadano omnisciente con capacidad para decidir sobre cualquier tema, no lo es menos que el mayor nivel de educación de los ciudadanos actuales, un siglo después, abre vías para indagar en nuevas fórmulas de participación democrática que hagan posible un acercamiento del ciudadano a los centros de decisión del poder.


La necesaria defensa de los valores democráticos

No olvidemos, como insistieron Raymond Aron e Isaiah Berlin, que nuestra democracia es una creación humana que necesita ser defendida. Y para ello Martha Nussbaum considera indispensable que los políticos democráticos sean capaces –sin renunciar a la razón– de mover las emociones y los sentimientos que provocan los valores que la fundamentan: la libertad y la justicia, entre otros. Es un error dejar que los políticos antiliberales, neofascistas o neocomunistas, populistas todos, que defienden una absurda “democracia” iliberal sean los únicos que apelen a las emociones para atraerse a las masas. Es necesario que los demócratas seamos capaces de generar adhesión ciudadana a los valores compartidos que permitan construir lo que Rawls denominó “consenso entrecruzado” (overlapping consensus). En toda sociedad son normales los disensos, pero ciertos consensos básicos son necesarios.

                            Javier Zamora Bonilla

                            Profesor de Historia del pensamiento político

                            Universidad Complutense de Madrid

 


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