Genuflexiones ante el poder vaticano

 


Iba a escribir: los que estamos alejados de toda iglesia..., pero me he dado cuenta de que eso era ya una concesión a las iglesias porque daría a entender que lo normal es estar “en” alguna iglesia. Me recuerda esto a la libertad de cultos establecida en el último artículo de la Declaración del Buen Pueblo de Virginia en 1776, que, en realidad, era sólo un compromiso de tolerancia entre las distintas religiones cristianas que tanto se habían matado en Europa en los siglos anteriores, ahora instituidas en lo que pronto serían los Estados Unidos de América: “XVI. That religion, or the duty which we owe to our Creator and the manner of discharging it, can be directed by reason and conviction, not by force or violence; and therefore, all men are equally entitled to the free exercise of religion, according to the dictates of conscience; and that it is the mutual duty of all to practice Christian forbearance, love, and charity towards each other.” (“XVI. Que la religión, o los deberes que tenemos con nuestro Creador, y la manera de cumplirlos, deben regirse por la razón y la convicción, no por la fuerza ni la violencia; en consecuencia, todos los hombres tienen iguales títulos para el libre ejercicio de la religión, de acuerdo con los dictados de su conciencia, y es deber recíproco de todos practicar la paciencia, el amor y la caridad cristianas con el prójimo.”) Se pueden hacer interpretaciones más libres de este texto, pero la literalidad del mismo muestra que se toleraban sólo los distintos cristianismos y que, en ningún caso, les cabía en la cabeza la posibilidad de que alguien fuese “no” creyente.

Volvamos al principio: a alguien que como yo no cree en un origen divino del Universo –aunque tampoco lo niego– y que, por tanto, no participa de ninguna religión y mucho menos de sus rituales parafernalias y jerarquías le llama mucho la atención la importancia que nuestra sociedad y nuestros políticos le siguen dando a una figura como el Papa y, en general, a los diversos poderes eclesiásticos. No pienso que se deba a que les condicione el poder fáctico de la Iglesia católica en todo el mundo por su capacidad de influir en el voto de los ciudadanos, poder que en mi opinión es relativo, sino que detrás hay un fondo mítico de admiración a supuestos poderes extranaturales, al tiempo que una sumisión a la pompa del poder terrenal que desde antes de los tiempos del cesaropapismo medieval ya adorna a la potestad pontificia romana.

Digo todo esto a propósito de la polémica que ha generado el viaje de la vicepresidente segunda y ministra de Trabajo y Economía Social del Gobierno de España al Papa. Como suelo estar au-dessus de la mêlée, casi nada de lo que se ha dicho en prensa y en redes sociales de forma elogiosa o crítica sobre este viaje me ha interesado, lo que sí me pregunto es por qué una vicepresidente y ministra, en cuyas atribuciones no están ni las relaciones diplomáticas con el Vaticano ni las cuestiones religiosas, utiliza dinero público de todos los españoles para acudir con un amplio séquito a visitar al Pontífice a Roma. Si la visita es “de Estado”, entiendo que en el Gobierno hay personas más indicadas para la misma por las competencias que tienen asignadas. Si la visita tiene otros intereses, no debería financiarse con fondos públicos: por ejemplo, si con la misma lo que se busca es un ensalzamiento personal con fines propagandísticos para liderar, como la vicepresente afirmó hace unos días, un amplio proyecto político transversal que Yolanda Díaz encabezaría en las próximas elecciones generales. La rueda de prensa, diseñada para que pareciera algo casual –lo casual se lleva–, informal, y el paseo por la plaza de San Pedro como si fuera una pasarela de moda transmiten esta impresión, más aún cuando la vicepresidente dice a los medios que no puede desvelar lo que ha hablado con el Papa, lo cual es, en último término, lo que podría interesarnos a los que hemos financiado su viaje.

Para que mi opinión se entienda mejor, en ella no influye que Bergoglio sea un jesuita de inclinaciones peronista. Lo mismo diría si se hubiera entrevistado con el emérito Ratzinger, un ultraconservador catedrático biblicista.

Me preocupa que, después de dos siglos de secularización en Occidente, sigamos dando a la Iglesia católica tanta relevancia, cuando la sociedad occidental dio hace tiempo, erróneamente, por vencida la batalla del laicismo. Hemos renunciado a una discusión seria, filosófica, científica, contra el ideario religioso, no sólo de las distintas religiones cristianas sino también de las religiones musulmana, hebrea, hindú, etc. No afirmo que no existan investigadores que de forma casi privada trabajen en debate con y contra los fundamentos, principios, creencias y valores de dichas religiones, pero como sociedad hemos renunciado a este debate, hasta el punto de que, al amparo de la libertad religiosa y de una mal entendida tolerancia, damos cabida a ideologías que van contra los valores de los derechos y libertades fundamentales de nuestras democracias, y no sólo cuando se quedan en la pura teoría –algo que, en principio, tendría encaje en nuestros regímenes políticos– sino también cuando pasan a la acción.

Algunos valores cristianos, tanto del catolicismo como del protestantismo, y especialmente del calvinismo, impregnan nuestra sociedad sin que la mayoría de la gente sea consciente del trasfondo teológico de los mismos. Pongo sólo tres ejemplos: sigue tiendo mucho peso la negativa concepción paulina-agustiniana de la mujer en nuestros comportamientos sociales y, sobre todo, en la consideración pecaminosa del cuerpo femenino; impregna todas las redes sociales la visión calvinista de la predestinación vinculada al éxito en la vida; seguimos valorando muchos temas políticos, sociales y económicos desde la creencia cristiana de la culpa y del pecado original, que exige arrepentimiento y penitencia. De esto, apenas hablamos, apenas confrontamos, apenas somos capaces de idear otros valores, y dejamos que los religiosos --no siempre negativos, claro está, pero en muchos casos sí-- sigan preponderando en nuestra comprensión del mundo y nuestra actuación en el mismo. Es más fácil viajar con dinero público a Roma para ganar no sé qué méritos que pensar e impulsar valores con los que confrontar con la doctrina vaticana. Así nos va.

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