Los pilares de nuestra democracia
Las democracias resistirán si se apoyan sobre pilares fuertes. Tenemos que tener claro cuáles son estos fundamentos que sostienen nuestros regímenes políticos. El equilibrio dinámico que permite mantener la estructura es frágil e inseguro. Raymond Aron, Isaiah Berlin o Martha Nussbaum nos han ayudado a entenderlo y nos han avisado sobre los riesgos. Nuestras democracias han tardado en construirse, tal y como hoy las disfrutamos, más de dos siglos. No fue un camino fácil, estuvo lleno de idas y vueltas, de ganancias que se perdían y se tenían que recuperar, de tremendos pasos atrás como los totalitarismos del siglo XX. No fue un camino cierto ni el fin estaba predeterminado. Es una vereda que hay que seguir recorriendo, abriendo camino con las herramientas de la propia democracia, y algunas ideas claras. No podemos ser ingenuos y pensar que los derechos y libertades conseguidos estarán garantizados en el futuro. Se han vulnerado y se vulneran muchas veces. Se han destruido del todo en demasiadas ocasiones.
El politólogo Juan José Linz
analizó de manera brillante la crisis del mundo de entreguerras, de aquel
tiempo tan maravilloso como cambiante, tan lúcido como opaco, tan lleno de
luces como de sombras que transcurrió entre las dos guerras mundiales. En su
análisis, hay ideas importantes para entender qué paso, cómo pudo ocurrir que,
en la Europa que contaba con una sociedad que se había beneficiado de la
ilustración y de los derechos civiles y políticos, que había desarrollado de una
manera asombrosa la ciencia y sus aplicaciones prácticas, que había impulsado
unos regímenes políticos en los que la tolerancia era un valor esencial, se
sucedieran algunas de las mayores barbaries de la historia. Las mejoras sustanciales
en la educación, con una creciente alfabetización de los pueblos, y la
consecución de libertades y derechos, que habían servido para construir una
sociedad mejor, fueron insuficientes para formar estados que pudieran resolver
los graves problemas con los que se enfrentaron aquellas décadas. La opulencia
de los Felices Veinte convivió sin aparente contradicción con las pésimas
condiciones de vida que sufrían los obreros en los suburbios industriales y los
campesinos en unas tierras cuya explotación se transformaba aceleradamente,
dejando a muchos de ellos en el desamparo. Los totalitarismos aprovecharon la
tibieza de la democracia en dar respuestas a estos y otros muchos problemas,
agravados por las consecuencias –no sólo económicas, como señaló Keynes, sino
también políticas– de la Primera Guerra Mundial, para construir un discurso que
agitaba violentamente los pilares de una democracia que parecía triunfante en
el París de los tratados de 1919. Bolcheviques, fascistas y otras ideologías
dictatoriales destruyeron aquella democracia que, en realidad, comenzaba a
fraguarse en la mayoría de los países europeos. Resistieron muy pocos. Nosotros
sabemos adónde llevaron los programas políticos de los dictadores, conocemos
bien las catástrofes que produjeron. Linz insiste en dos ideas que fueron
claves: primero, la cultura política institucional de valores democráticos que
permitió resistir a unos países mejor que a otros los embates de las ideas
totalitarias y evitaron que las democracias quebraran, y, segundo, la
existencia de modelos alternativos que ofrecían soluciones simplificadas para
los graves y, a veces, nuevos problemas que sufrían las sociedades de aquella
época, y cuyo discurso –hoy diríamos “relato”– caló en grandes capas de la
población. No fue sólo una cuestión de unos cuantos líderes impregnados por las
retóricas de las ideologías dictatoriales y totalitarias sino de mucha gente
que participó de las mismas, aunque el liderazgo fue importante. Bien lo sabía
Lenin cuando convirtió la sección bolchevique del Partido Obrero
Socialdemócrata Ruso en la vanguardia del proletariado. Bien lo sabía Mussolini
cuando se hizo con el control de los Fasci di combattimento. La cultura
política democrática no es algo que se pueda gestar de la noche a la mañana,
cuesta decenios que cuaje y, en cambio, es sencillo demolerla. ¡Cuidado!
Tras la caída del Muro de Berlín
y la descomposición de la URSS, y a pesar de que China estaba ahí con su
crecimiento económico, se pensó que era difícil que pudieran surgir modelos
alternativos triunfantes a la democracia, y que ésta podría extenderse por todo
el Mundo. La ola de democratizaciones que se había iniciado años antes con la
Revolución portuguesa de los claveles parecía demostrar la veracidad de esta
idea, pero países como Rusia y algunas exrepúblicas soviéticas no siguieron ese
camino o lo frenaron en seco al poco de iniciarlo, como también pasó en otras
partes del Mundo. La República Popular China, alejada del maoísmo aunque
mantuviese una retórica deferencial al líder de la revolución, continuó con la
denominada vía china al socialismo, la cual se convirtió de manera progresiva
en un exitoso capitalismo relativamente abierto en lo económico pero muy
cerrado en lo político y controlado, en todo caso, por la nomenklatura del
Partido Comunista. La apertura del presidente Hu Jintao puso bases sólidas
para el crecimiento, que ha continuado el presidente Xi Jinping introduciendo
reformas de aire menos liberalizador.
Durante el último decenio, ha
renacido en Occidente un discurso antiliberal con populismos de derecha e
izquierda, distantes en sus propuestas y fines, pero afines en su concepción
antiliberal de la supuesta democracia que defienden, que no es la “nuestra”
porque vulnera de forma rotunda sus pilares o fundamentos, los cuales son:
1.– La filosofía del liberalismo
que implica: a) la concepción de que cualquier persona tiene unos derechos y
libertades fundamentales (vida, pensamiento, conciencia, expresión, seguridad
jurídica y física, honor, intimidad, inviolabilidad del domicilio y la correspondencia,
juicio justo, etc.) que nadie puede quebrantar, sólo los poderes públicos podrían
suspenderlos en determinadas situaciones previstas en la legislación; b) entre
estos derechos está el de participación política; c) la división de poderes
como garantía de que ninguno de ellos (ejecutivo, legislativo y judicial) podrá
imponerse a los otros y así se salvaguarda d) el Estado de derecho, que implica
el imperio de la ley; e) el libre mercado que garantiza el disfrute de la
propiedad privada y las libertades de trabajo y empresa; y f) el Parlamento
como institución en que se representa la soberanía y, por tanto, los diferentes
intereses existentes en una sociedad, lo que supone la necesidad de diálogo entre
las distintas fuerzas políticas y la conveniencia de alcanzar consensos para
gobernar, respetando el juego cambiante de mayorías y minorías, y velando
siempre por el respecto de los derechos de éstas.
2.– La filosofía de la democracia
que se traduce en el derecho a la participación política de todo ciudadano en
la vida pública, tanto para ser elegido como para ser elector y para poder
influir en las decisiones de los poderes públicos siguiendo los cauces
legales. Es un aspecto que, sin duda, requiere repensarse a la luz del mundo
globalizado en que vivimos y que hace necesarias dinámicas que faciliten la
integración de colectivos no nacionales y nuevas fórmulas de deliberación y
participación que permitan a los ciudadanos involucrarse en la elaboración de
las políticas y las decisiones públicas cuanto estimen oportuno, siempre dentro
de la ley y sin construir supuestas legitimidades alternativas en disputa.
3.– La concepción social de la
democracia que permitió desde finales del siglo XIX resolver, primero
mínimamente y luego de forma mucho más efectiva tras la Segunda Guerra Mundial,
la controversia entre libertad e igualdad. Los derechos sociales, culturales y
ecológicos permiten que se puedan garantizar unas condiciones mínimas de vida
que suponen el acceso a la educación, a la sanidad, a distintos seguros en situaciones de inseguridad, al disfrute de la cultura, del patrimonio histórico y
del medioambiente de forma sostenible. Estos derechos hacen necesario un
sistema impositivo progresivo y justo que permita financiar un Estado
benefactor.
Los pilares de la democracia son
robustos si hay una cultura política que los defienda y mantenga, si hay
ciudadanos y políticos que los sostengan con su inteligencia y esfuerzo, pero son
frágiles si dejamos que los populismos antiliberales y antidemocráticos los
vayan corrompiendo con la carcoma de su ideología, la cual, en odres nuevos,
retoma ideas viejas de los totalitarismos del siglo XX.
Javier Zamora Bonilla
Profesor de Historia del pensamiento político en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, donde dirige el Máster de Teoría política y cultura democrática.
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