Soneto del amor desesperado, con alguna esperanza

A los 14 años empecé a leer poesía, principalmente a los clásicos, desde las coplillas mozárabes y el romancero hasta las generaciones de postguerra, casi nada de lo que se escribía entonces. Leía poesía escrita en español de este y del otro lado del Atlántico, también en otras lenguas peninsulares como el catalán, el gallego y el portugués, y algo de poesía en inglés. No sé qué me llevó a ello. No recuerdo ningún profesor que me orientase hacia esa afición, aunque luego sí otros en el Ballicherato que fomentaron ese gusto. La profesora de Literatura de tercero se daba cuenta de que yo anticipaba versos de los poemas que nos recitaba en clase. Cuando hicimos el primer examen, en el que nos pidió que escribiéramos un ensayo con los temas de Los milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, me puso una anotación sobre el ejercicio: "que el escribiente pase a verme". Supongo que tuve que buscar en el diccionario la palabra, que fue para mí un baño de humildad, porque estaba claro que quería diferenciarla de la de "escritor". Me dijo que se había percatado de que me gustaba la poesía, pero que en prosa, refiriéndose al examen, no había que utilizar la cuaderna vía. Me puso buena nota, no obstante mi mala prosa rimada. A pesar del correctivo, creo que tardé en tirar toda la poesía que había escrito. Mi hermano, que entonces ya estudiaba Filosofía y era un gran lector desde niño, había ido comprando algunos libros de poesía. Recuerdo que teníamos uno con las mil mejores poesías de la lírica castellana, que devoré un verano, y que está aún en casa de mis padres. Éste no sé si llegó por mi hermano o era uno de esos libros que había en los salones de los hogares de clase media de los años del desarrollismo y la Transición, que se vendían puerta a puerta. Su encuadernación roja imitando al cuero y sus letras doradas intentaban dar prestigio a esas casas con tan escasa cultura como medios. Mi hermano y yo tuvimos la suerte de que mi padres respetasen mucho la vida intelectual, además de ser conscientes de que una educación universitaria, que ellos no habían podido tener, era una forma de progresar en la vida. Hubieran preferido que fuésemos notarios o médicos, o que siguiésemos, en este caso mi padre, con la revista Técnicas de Transporte y Almacenaje que él editaba y en la que escribimos durante años, pero nos dio por otras cosas. A unos dos quilómetros de mi casa, había una biblioteca de la Fundación CajaMadrid. Cada semana acudía a sacar los tres o cuatro libros que me permitían llevarme, y volvía a la semana siguiente para devolverlos y coger otros. Así, semana tras semana durante varios años, me leí toda una librería de una gran pared que acogía buena parte de la poesía y el teatro en español. Alguien, como yo, sin criterio de qué era mejor leer, me recuerdo el primer día delante de aquella inmensa colección de libros pensando por dónde empezar. Algunos nombres me sonaban porque los habría escuchado o medio leído en el colegio, pero no sabía qué elegir, así que decidí comenzar por el primero por orden geométrico de aquella estantería, de arriba a abajo y de izquierda a derecha. En algunas ocasiones fui alterando aquel orden porque ya iba conociendo más y empezaba a tener mis preferencias. Manrique, Garcilaso, Lope, Bécquer, Rosalía, Darío, Unamuno, Juan Ramón, Neruda, Lorca, Salinas, Diego, Celaya, Gil de Biedma, entre otros, se convirtieron pronto en referentes. También leí a muchas poetas porque creía ingenuamente que así podría entender a ese ser que tanto me apasionaba, y me apasiona, y al que no acababa, ni acabo, de comprender, el ser femenino, pero, sin duda, mis dos grandes querencias entonces, y aún hoy, fueron Machado (Antonio, aunque también me gustó y gusta mucho Manuel) y Quevedo. Aún conservo un cuaderno en que copiaba a mano (aún no teníamos ordenador, pero seguí haciéndolo así cuando entró el primero en casa) las poesías que me gustaban. Las releía una y otra vez hasta aprendérmelas de memoria. Aún recuerdo muchas, aunque la memoria ya falla e inventa. El encuentro con Quevedo fue transcendental. Me cautivó, más aun que Garcilaso cuyo "cativo" a la "concha de venus amarrado" era una magnífica metáfora en aquellos años de enamoramientos y desamores tan frecuentes. La poesía me permitió vivir otros mundos que ocultaban por unas horas el prosaico de la adolescencia. En COU hice un trabajo sobre la metáfora del mar en la poesía del exilio, basándome en los poemas de Manuel Altolaguirre, Pedro Garfias y León Felipe. También escribí un breve ensayo sobre las ideas de amor y muerte en la poesía de Quevedo, que me sirvió para dar una conferencia en un de los primeros cursos de verano de El Zambuch a los que asistí, algo que me recuerda cuando nos encontramos mi amigo Ion de la Riva, y que no olvidan mis maestros Agustín Andreu e Isabel Sancho, que fue mi profesora de Filosofía en COU y supo también fomentar aquellas inquietudes juveniles. Este texto anda por ahí traspapelado. Del trabajo escolar nunca encontré copia cuando quise años después buscarlo, seguramente lo escribí a mano y fue ejemplar único entregado a la profesora. Del de Quevedo, le di una copia, y hablamos sobre el mismo, a Fina García Marruz y a Cintio Vitier, cuando visitamos La Habana en los noventa y durante su estancia en la Residencia de Estudiantes, acompañados por los queridos amigos Iván González Cruz y Nuchi (Diana María Ivizate), todos tocados por esa flecha de la rima, pero no he querido volver a él, aunque sigo frecuentando al gran poeta del Siglo de Oro.

Esta innecesaria introducción es para poner este soneto, con innegables -aunque supongo que no muy buenas- resonancias quevedianas, que me salió hace tiempo para los Versos del desencanto:


Cuando todo te falla en esta vida
Y no encuentras placer en que apoyarte,
Nada es mejor hacer que serenarte
Y tirar suavemente de la brida.

Ya llegará el momento en la partida
De jugar nuevas cartas y enrolarte
En naves que no sabes a qué parte
Con nuevos vientos te darán salida.

No desesperes del amor baldío
Que del otoño cubre los eriales.
Aún agua queda en el brioso río

Con que regar los pastos estivales.
Y troncos hay con que apagar el frío
De invierno aquel de soledades tales.


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