Del momento político: las sombras que impiden ver la luz
El momento político que sufrimos, no digo que vivimos, se podría describir con aquellos versos de Garcilaso de la Vega:
Cuando me paro a contemplar mi ’stado
y a ver los pasos por do m’han traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber
llegado.
Cierto es que, dado por dónde hemos estado perdidos, o estamos, podríamos haber llegado a un estado aun peor. Sí, hemos estado, estamos, perdidos porque no sabíamos, no sabemos, a dónde ir, por dónde ir. Han sucedido cosas muy graves, algunas incluso difíciles de imaginar, como la pandemia mundial por el Covid, con millones de muertos. La ciencia, tan avanzada y puntera, tardó en dar respuesta, aunque hoy nos parece que la dio de forma más o menos pronta y adecuada con las vacunas y con tratamientos que paliaron las consecuencias del virus y redujeron la mortalidad. Lo que en aquel momento nos parecía tardanza nos desconcertó. Una de nuestras creencias fundamentales, de las pocas que nos quedaban, la fe en la ciencia, parecía desmoronarse, porque ésta no daba solución inmediata –en este mundo de la inmediatez– a un problema serio, desconocido, preocupante y mortífero. ¿Quién nos iba a decir que en pleno Siglo XXI, con todas las modernidades de que gozamos, tendríamos que encerrarnos en nuestras casas, embozarnos tras mascarillas y guantes, temerosos de que un bicho invisible a simple vista pudiera matarnos? Todos hemos visto la muerte más o menos de cerca, muchos tan de cerca que ya no están entre nosotros, tristemente.
Ante una situación de tanta incertidumbre, tan novedosa
aunque repitiera algo parecido a lo acontecido hace un siglo, pero olvidado, no
fuimos capaces en España de dar una respuesta coordinada que mostrase la unidad
de acción de las principales fuerzas políticas. La pandemia sirvió para que la
greña habitual de nuestra política siguiese su curso de improperios, insultos,
medias verdades, falsedades y fake news. Dio igual que hubiera miles de
muertos a diario, que los familiares no pudieran despedir a los que se iban
para evitar mayores contagios, los partidos seguían peleando por sus propios
intereses y los de sus dirigentes, olvidando los del común. Se hicieron cosas, claro,
porque algo había que hacer, a veces de forma espasmódica, errónea, improvisada,
pero algunas se hicieron bien, otras muchas, mal; la política no puede no hacer
nada, tiene que dar imagen de su quehacer y las instituciones del Estado
funcionan a veces incluso a pesar de quienes las dirigen. Ningún político aceptará
que fue así, ni los que formaban el Gobierno central ni los que dirigían
Comunidades Autónomas y Ayuntamientos. Alegarán que votaron tales y cuales
medidas, y es cierto; que convocaron tales y cuales reuniones, y es cierto; que
realizaron tales y cuales políticas, y es cierto, pero la verdad es que faltó
unidad de criterio y de acción y, sobre todo, faltaron ganas de alcanzar esa
unidad de criterio y de acción, que no significaba no discutir las
discrepancias, sino, una vez debatidas, buscar los puntos de encuentro y actuar
cada uno según las competencias que le correspondieran, siguiendo las
directrices generales que debía dar un Gobierno en estado de alarma. Esto pasó
en 2020, y prosiguió así durante dos años más, aunque ya sin estado de alarma,
pero alarmados porque la mortalidad catastrófica seguía siendo terriblemente grande.
Antes, en 2017, los líderes de los partidos independentistas
catalanes, apoyados por una nutrida trama de agrupaciones de la sociedad
civil, bien financiada por el Gobierno de la Generalitat, dieron un golpe al Estado al proseguir con la celebración de un referendum, declarado ilegal, para
votar la independencia de Cataluña del resto de España. Tras la celebración de
dicho referendum, que el Gobierno no supo impedir –a mí me avergonzó mucho que
los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tuvieran que
alojarse en barcos (el de Piolín fue un dramático símbolo) y en hoteles, ¿dónde
están las instalaciones del Estado en Cataluña?–, se declaró, de forma
unilateral y con ceremonia formal en el Parlament, la independencia de Cataluña,
la famosa DUI, es decir, se proclamó la ruptura unilateral de la soberanía del
pueblo español establecida en la Constitución de 1978, nuestra norma
fundamental de convivencia. Da igual que la DUI fuese desdeclarada nada más
proclamarse por los mismos que la proclamaban. Los partidos independentistas
siguieron el juego, hasta hace unos días, de la existencia de una República catalana
independiente.
Ante situación tan grave, sólo comparable al golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, los principales partidos acordaron aplicar tibia y brevemente el artículo 155 de la Constitución, pero no fueron más allá, no plantearon en ningún momento un Gobierno de coalición entre los grandes partidos o un apoyo explícito del principal partido de la oposición al Gobierno, que era el de Mariano Rajoy. Era difícil ir más allá porque veníamos del “¡no es no!” de Sánchez, que le había costado su salida de la Secretaría general del PSOE, a la que luego regresó triunfante e impuso un poder personalista dentro del partido que impide cualquier discrepancia. Pocos meses después de aquel acuerdo de mínimos entre el PP gobernante y el PSOE en la oposición para aplicar el 155, Sánchez, apoyado en los votos de los partidos que habían dado el golpe al Estado contra la soberanía del pueblo español, presentó una moción de censura contra Rajoy, y la ganó a principios de junio de 2018.
No entro a valorar ahora el sentido y oportunidad de aquella
moción de censura que se presentó con el argumento de que iba contra la
corrupción institucionalizada en el PP, que ciertamente era un problema grave y
prolongado desde mucho tiempo atrás y que necesitaba una respuesta rotunda
desde las instituciones del Estado que los propios corruptos controlaban en
alguna medida, aunque las instituciones suelen ser más independientes y autónomas
de los políticos de turno en su funcionamiento de lo que a veces pudiera
parecer. La corrupción no era patrimonio del PP, y ahí estaba el caso de los
EREs para señalar también al PSOE, entre cientos de pequeños y grandes casos a
uno y otro lado. La llamada nueva política, hoy tan vieja que ha muerto, nació
en gran medida contra esta corrupción de los grandes partidos. La sentencia
judicial utilizada como principal argumento para la moción de censura, en la
que Rajoy aparecía casi de pasada, no me pareció razón suficiente, pero ahí lo
importante era que los números parlamentarios daban para aprobar aquella
moción. La política es, entre otras muchas cosas, lucha por el poder, y aquí se
podía jugar a tomar el poder, democrática y legítimamente, eso no lo pongo en duda. Sánchez no convocó de manera inmediata las elecciones
que había prometido para que apoyasen su moción de censura. Se celebraron al
final en abril de 2019, casi un año después, cuando se dio cuenta de que no
podía continuar gobernando con los apoyos parlamentarios de que disponía y
cuando, sobre todo, y es legítimo, pensó que el resultado de las elecciones le
sería más favorable.
Ni Sánchez ni Albert Rivera supieron conformar después de las
elecciones el Gobierno que daban los escaños del PSOE y de Ciudadanos, que
sumados hubieran otorgado una holgada mayoría absoluta en el Congreso, la cual
hubiera alejado del poder a Podemos y a los independentistas, y neutralizado
bastante a la ultraderecha de Vox que apareció con fuerza. Y eso que tres años
antes habían llegado a un acuerdo para una investidura fallida de Sánchez tras
las elecciones de diciembre de 2015 cuando Rajoy no quiso aceptar el encargo
del rey para ir a la investidura porque no tenía los apoyos suficientes. Rivera
pensaba en 2019 que podía convertirse en el nuevo líder de la derecha y dar el
sorpaso al PP, como había intentado Podemos, sin éxito, con el PSOE en 2016.
Ciudadanos había nacido, en gran medida, como una escisión del PSC en Cataluña
y en sus estatutos hubo en su origen una referencia a la socialdemocracia, que había
sido suprimida en 2016. El giro a la derecha de Ciudadanos, acentuando su
discurso nacionalista español, centralista y neoliberal, es una de las causas
de su fracaso y previsible disolución, pero es un tema que aquí sólo apunto. Las
bases del PSOE y muchos de sus dirigentes tampoco querían pactar ahora con Ciudadanos,
recordemos el grito “¡Con Rivera, no!” que se escuchó en la calle Ferraz la
noche electoral.
Así que se fue a otras elecciones porque Sánchez y el PSOE tampoco
estaban dispuestos a intentar formar un Gobierno con Podemos, apoyado en el Congreso
por nacionalistas e independentistas. Tras las elecciones de noviembre de 2019,
al ver el PSOE recortadas sus expectativas con menos votos y menos diputados, Sánchez
pactó formar Gobierno y una mayoría parlamentaria que sostuviese ese Gobierno
con aquellos que, antes de las elecciones, había dicho que no pactaría,
Podemos, para el Gobierno, y los partidos independentistas catalanistas y
EHBildu para la mayoría parlamentaria, junto al PNV y otras fuerzas
nacionalistas. El Gobierno se ha sostenido durante más de tres años y ha
conseguido aprobar los presupuestos y reformas importantes, pero a veces a
costa de concesiones muy cuestionables a los independentistas como los indultos
a los condenados por el Procés, la supresión del delito de sedición y la rebaja
de las penas por malversación. Otras concesiones, en este caso a sus socios de
Gobierno, como la llamada ley del sólo sí es sí han sido también muy
discutidas.
Con este panorama hemos llegado a las elecciones de julio de
2023, convocadas precipitadamente por Sánchez tras un mal resultado electoral
del PSOE y de Podemos en las elecciones municipales y autonómicas que se
celebraron en mayo. Los resultados electorales los conoce todo el mundo, las
dificultades para que alguno de los dos partidos más votados pueda formar
Gobierno, también.
Para ser más conscientes del estado a que estos pasos nos han
traído, por volver a los versos del soneto al itálico modo de Garcilaso,
conviene recordar asimismo que ante la crisis económica mundial que se produjo
en 2007, de gravísimas consecuencias para la sociedad española, que aún
sufrimos, tampoco se formó un Gobierno de coalición de los grandes partidos, ni
el partido de la oposición entonces, el PP, acordó con el Gobierno de José Luis
Rodríguez Zapatero líneas de acción comunes; cosas puntuales, no más.
En estos días se han escuchado voces, la mayoría sabias y
reconocidas, que piden un Gobierno de gran coalición. Si no se formó ante una
gravísima crisis económica, ante un golpe al Estado que pretendía romper la
soberanía del pueblo español, ni ante una pandemia cuyas consecuencias
ignorábamos en momentos de grandísima incertidumbre, a la que se sumó pronto
una dura crisis económica, acentuada luego por las consecuencias de la guerra
provocada por Putin en Ucrania, dudo mucho que se pueda constituir ahora ese Gobierno
de gran coalición porque los resultados electorales hayan conformado un
Congreso –perdón por la expresión– endemoniadamente complejo para alcanzar
una mayoría que apoye la investidura de alguno de los potenciales candidatos y,
sobre todo, para sostener luego la gobernabilidad necesaria para aprobar los presupuestos
y las leyes que marquen el camino de la sociedad española en los próximos años.
No soy partidario de grandes coaliciones en situaciones
normales de un sistema democrático porque en toda sociedad hay visiones
políticas distintas y es bueno que confronten y ofrezcan sus soluciones a los ciudadanos para que estos elijan y juzguen en las elecciones si
los que gobiernan lo han hecho o no bien, o si otro/s lo puede/n hacer mejor.
Las grandes coaliciones quieren convertir la política en técnica, y no es así,
como ya dijo Aristóteles: la política es epitécnica. Si las grandes coaliciones
se formasen ante cualquier situación política complicada, lo único que
decidiríamos los ciudadanos es quién las encabeza. Hemos pasado en los últimos
años por situaciones anormales que no dieron lugar a esa gran coalición. En
cualquier caso, ninguno de los dos potenciales candidatos con mayores
posibilidades de ser investido presidente de Gobierno parece estar dispuesto a
formar esa gran coalición, y menos si no la encabeza. La propuesta de Alberto
Núñez Feijóo lo que pide es que le dejen gobernar al haber sido el partido
más votado, con el compromiso de acordar unos cuantos pactos para la
gobernabilidad y convocar nuevas elecciones en dos años. Del contenido de estos
pactos se está hablando poco, y no parece importar mucho, conocemos sólo el título, además no es muy congruente con la posición del PP enrocada en no renovar
el Consejo General del Poder Judicial. Sánchez, por su parte, apuesta por
repetir un Gobierno de coalición con Sumar y los mismos apoyos parlamentarios,
a los que ahora es necesario añadir a Junts per Catalunya, el partido de
Puigdemont, prófugo de la justicia y principal artífice del golpe al Estado en
2017.
La situación no es más anormal que otras anteriores, como
hemos visto, pero sí conviene tener presente que la política española atraviesa
por una circunstancia en que existen dos factores, al menos, que distorsionan
de forma grave el funcionamiento de las instituciones cuando los mismos entran
en el juego político. Por un lado, tenemos un partido perfectamente legal,
EHBildu, pero que es heredero, como ellos mismos se empeñan en resaltar a
diario, de una banda terrorista, a cuyos asesinos siguen rindiendo homenajes.
En mi modesta opinión, este partido no debería formar parte nunca de ningún
pacto para la gobernabilidad ni en el Estado ni en ninguna Comunidad Autónoma.
Si quieren de verdad hacer política, tendrían que renunciar a su
herencia y disolverse para dar lugar a algo nuevo, ya no contaminado por la
sangre del terrorismo, con nuevos líderes que nada tuvieran que ver con las
anteriores etapas, aunque algunos hayan sido actores importantes en el fin de
ETA. Que la banda terrorista dejara de matar no es algo que los demócratas
tengamos que agradecer. Sería una perversión moral. Su decisión de dejar de
extorsionar, amedrentar y asesinar, y su posterior disolución no se hubieran producido sin que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, y todos los
demócratas, liderados por varios gobiernos, no hubieran hecho cada vez más
difícil la actuación y propia existencia de la banda terrorista. Además, EHBildu
es un partido que sigue defendiendo principios del viejo totalitarismo comunista y que propone la
ruptura de la soberanía constitucional del pueblo español.
En esto último coincide con ERC y Junts, que, en mi modesta
opinión, tampoco deberían formar parte de ningún acuerdo de gobernabilidad
mientras su fin sea la ruptura de la soberanía, que es legítimo que defiendan
por vías legales. Es incongruente pactar con aquellos que quieren romper la
base de la convivencia política, constitucional, del pueblo español. Si ellos
apoyan determinadas leyes o medidas, bienvenidos sean esos apoyos para el
Gobierno de turno, pero un partido de Gobierno nunca debería buscar acuerdos de
mayor calado con quienes defienden la ruptura de la soberanía.
Es difícil, muy difícil, ¿imposible?, que Sánchez y la
mayoría del PSOE acepten no pactar con los independentistas porque no sólo es
lo que les garantiza ahora el poder formar Gobierno sino lo que, salvo que
cambien de manera radical los resultados electorales, sobre todo en Cataluña,
deja fuera de la posibilidad de gobernar a la derecha. Y esto es muy atractivo
para los que entienden la política sólo como ejercicio del poder, reparto de
prebendas y control del presupuesto. No quiero simplificar y afirmar que el
PSOE sea eso, o sólo eso, no. Conozco bien que hay muchos políticos que hacen política
pensando en el bien común, en mejorar la vida de los ciudadanos, pero los partidos,
todos, se han convertido en maquinarias de toma del poder e intento de control
del presupuesto por encima de cualquier otro fin.
No pactar con los partidos que proponen la ruptura de la
soberanía no supone no estar abiertos a ahondar en nuestro actual Estado de las
autonomías. No soy partidario de las fórmulas federales, no lo soy por motivos
históricos que ahora no es el momento de exponer, lo he expuesto en otras
ocasiones, pero eso no impide que piense que se pueda avanzar en una mayor
descentralización, en una mayor desconcentración del poder y del presupuesto en
los entes locales, y en un mayor reconocimiento de las nacionalidades y
regiones que componen la nación española. No me alarma la expresión “nación de
naciones”, que creo que cabe en nuestra Constitución si a las nacionalidades y
regiones que componen la nación española no se les otorga el derecho de
autodeterminación, incluyendo a la histórica Castilla, y no porque yo crea que las naciones sean naturales, indisolubles,
sino, todo lo contrario, porque pienso que no es el momento de descomponer los Estados europeos en
nuevos pequeños Estados. Es hora de ahondar en la integración en la Unión Europea,
diluyendo los sentimientos nacionalistas exacerbados en un sentimiento común de
integridad europea, sin renunciar a la diversidad constitutiva de Europa.
Un problema muy serio de nuestra situación política es que la
extrema derecha y buena parte de la derecha conservadora y liberal no aceptan
una visión plurinacional de España, desconociendo la realidad existente, e
insisten en una visión monolítica de una nación española basada en los viejos
tópicos del nacionalismo español. Otro problema serio es que la izquierda,
incluyendo el PSOE, no ha sabido construir una idea de nación distinta, aunque
tiene fuentes históricas importantes para hacerlo como las de la Institución
Libre de Enseñanza con don Francisco Giner de los Ríos al frente, el socialismo
humanista de Fernando de los Ríos y el radicalismo democrático de Azaña. Todas
las naciones son construcciones históricas, lo que no quiere decir que sean
irreales ni que puedan modelarse al antojo de cada cual sin tener en cuenta el
fondo histórico de su constitución. Se han construido y deconstruido en gran
parte desde el poder. Mientras los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, con
los que los grandes partidos han pactado una y otra vez, rechazan la existencia
de la nación española, y ensalzan las para ellos naciones milenarias a las que
se entienden sentimentalmente afectos, ni la derecha ni la izquierda en España
han sabido construir una nueva imagen actual de nación española alejada de los
tópicos del nacionalismo español, aún tan aferrado a la visión franquista y
clerical. Claro que a mí me gustaría constituir una república (laica) de
ciudadanos libres e iguales, sin necesidad de una unión sentimental con una
nación, pero, mientras trabajamos en ello, no estoy fuera de la historia y sé
que las sociedades se constituyen y mueven también por lazos sentimentales, que
se fundamentan en hechos y en imaginarios comunes, no siempre reales, o casi
nunca totalmente reales. El frío patriotismo constitucional no sirve, lamentablemente,
para unir por sí solo a la ciudadanía en un Estado.
La situación es extremadamente compleja. A esto hay que
añadir que la política española está infectada por el discurso populista
dominante a nivel mundial, tanto de derechas como de izquierdas. No entro ahora
en este tema que nos llevaría muy largo y que he tratado en otras ocasiones. Se han dicho palabras muy gruesas y se
han llevado las cosas a posiciones demasiado radicales para que el
entendimiento y la cordura, el seny, sean posibles en el corto plazo. Es
difícil que EHBildu renuncie a su herencia y que sus actuales líderes dejen
paso a una generación no contaminada por el terrorismo. Es difícil que ERC y
Junts renuncien a su proyecto maximalista de la independencia de Cataluña, y
están en su derecho a defenderla por muy incongruente que a mí, y a muchos, nos
parezca si estudiamos en serio nuestra historia, una historia de soberanía
nacional común desde las Cortes de Cádiz, sobre la base de una monarquía que ya
había agrupado los distintos reinos de España desde varios siglos atrás.
Falta grandeza de miras en nuestros políticos, falta
comprensión de lo que es el Estado, de lo que es la política más allá de la
lucha por el poder y el control del presupuesto. No hay solución fuera de la
política, de la democracia. El discurso populista que invoca el apoliticismo,
cuando no llama directamente a la antipolítica, es uno de los grandes riesgos del presente.
Tenemos conciencia histórica de adónde lleva este tipo de discursos
que entienden la vida política como una constante lucha contra un enemigo más o
menos real o inventado. Deberíamos desterrar la retórica de la verdadera España
y la anti-España, de los verdaderos demócratas y los anti-demócratas, en fin,
de los buenos y los malos. No tengo una solución que ofrecer. Se me ocurren
varias posibilidades para salir de este embrollo, pero no veo que se den pasos
hacia ellas. La presencia de Vox y su discurso populista y radical en muchos
sentidos hace muy difícil que el PP pueda volver a entenderse con el PNV y los
herederos de la antigua Convergència i Unió si éstos renunciasen a posiciones
maximalistas. No olvidemos que la abstención de Junts en segunda vuelta
permitiría investir presidente a Feijóo y que el voto afirmativo del PNV en
primera o segunda vuelta, también. No me cabe ninguna duda de que el PP
aceptaría esos votos o esa abstención por mucho que critique los acuerdos del
PSOE con nacionalistas e independentistas. El PSOE sufre la misma crisis que el
resto de la socialdemocracia europea, aunque desde el Gobierno, que es una
manera muy diferente de llevarla. Los partidos socialdemócratas han
desaparecido de Francia y de Italia, y están en horas bajas en los países
nórdicos. La socialdemocracia, tras el agotamiento de la Tercera vía, no tiene un
proyecto claro y se ha dejado arrastrar por el discurso populista de agregación
de cadenas de equivalencia, es decir, de ofrecer respuestas a grupos diversos
pero sin un sentido común y, a veces, sin sentido común. La aspiración de
Sánchez es mantenerse en el poder a cualquier precio, aunque el discurso a la
opinión pública no puede ser evidentemente éste. Al PP, tras su fracaso en la pírrica victoria de las elecciones, no le queda otra esperanza que la de que un posible
Gobierno de Sánchez con Sumar, apoyado por los independentistas y nacionalistas
en el Congreso, siga haciendo crecer el antisanchismo para que así el PP pudiera conseguir una
mayoría absoluta con Vox en unas próximas elecciones ¿Aguantará el sistema esta
situación de constante confrontación, de deslealtad institucional, de legislar
bordeando los márgenes de la Constitución o abiertamente contra ella, de deterioro constante de las más importantes instituciones del Estado?
No debemos olvidar que los votos nacionalistas (PNV, BNG) e independentistas (ERC, Junts, EHBildu) en las pasadas elecciones suman poco más de 1,6 millón en comparación con los más de 8 millones del PP, de los 7,7 millones del PSOE y de los algo más de 3 millones de ciudadanos que votaron, en cada caso, a Vox y Sumar, a los que hay que añadir los 50 y pico mil de UPN y los más de 100 y pico mil de CC. Cuando hablamos de la España plural, debemos ser conscientes de la complejidad de esta pluralidad y no pensar sólo en los independentistas y nacionalistas catalanes y vascos porque el sistema les haga ser claves para conformar las mayorías parlamentarias. No niego ni mucho menos la realidad social que hay detrás del apoyo a los nacionalistas e independentistas y la fuerza que tienen en sus respectivas Comunidades Autónomas, pero conviene también ponderar sus fuerzas, y las de los demás. Es evidente que en el PSOE y en Sumar hay muchos dirigentes, militantes y simpatizantes que se sienten más afines a los nacionalistas e independentistas, aunque no compartan su fin último, que al PP. Y que muchos dirigentes, militantes y simpatizantes del PP y de Vox piensan que el PSOE y Sumar están trabajando para la ruptura de España y del modelo de sociedad que se ha construido en los últimos decenios. Mientras esta visión dicotómica, frentista, de amigo-enemigo, por recordar los términos de Carl Schmitt que tanto gustan a los populistas, se imponga, las posibilidades de alcanzar grandes consensos son nulas o escasas. Quizá tengamos que acostumbrarnos a esta situación, a una vida política sin grandes consensos, porque no parece que sea el momento de buscar un nuevo pacto constitucional, o quizá sí. No para reinterpretar la Constitución, como proponía ayer Urkullu en un sentido confederal, sino para diseñar un marco de convivencia que permita una vida política más propicia y ágil en que los intereses generales se antepongan a los de parte. Claro, a este pacto todos tendrían que ir sabiendo que cada uno tiene la fuerza social que tiene, sin imposiciones, y me temo que esto no lo aceptarían los que suman sólo 1,6 millón de votos.
Escrito simplista !
ResponderEliminarAnálisis absurdo y sin propuestas para salir de esta situación !
ResponderEliminarDedícate a lo que supuestamente conoces bien ( aunque lo pongo en duda ):a Ortega
ResponderEliminarEl análisis político no es lo tuyo!!
ResponderEliminar¡Muy interesante, como siempre! Difícil no caer en el desánimo. Siempre nos quedará Europa... ¿o no?
ResponderEliminarBelén
EliminarEl escrito es muy lucido, claro y razonable
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