Después del miedo

La Revista de Humanidades & Educação, de Brasil, me pidió publicar este artículo después de darlo a conocer en el blog. Aquí os dejo el enlace:




La circunstancia se nos ha impuesto de una forma tan brutal que nuestras vidas han cambiado radicalmente. Nuestra cotidianeidad se ha roto. Lo que hasta ayer dábamos por seguro, como algo asentado, como algo con lo que podíamos contar mañana, se ha vuelto, de pronto, incierto, problemático. No somos capaces de prever cómo será nuestro futuro mientras no dejan de salir agoreros que predicen a diario un nuevo mundo peor. Sinceramente, no sé cómo será ese futuro, entre otras cosas porque en el presente del mañana que prevemos hoy intervendrá, como en todo lo humano, la libertad de mujeres y hombres que buscarán realizar sus vidas de la manera que mejor les parezca, dentro de ese cúmulo de facilidades y dificultades que, como dijo Ortega, son las circunstancias. E igual harán las instituciones públicas nacionales e internacionales, las empresas, las organizaciones no gubernamentales, los sindicatos y las asociaciones de todo tipo. No sé cómo será el futuro, pero sí cómo me gustaría que fuese. Pienso que de la extraña y dramática situación actual podemos sacar algunas enseñanzas.

I

Lo primero que llama la atención de este confinamiento universal es el miedo: el miedo al contagio, el miedo a la enfermedad, el miedo a perder ingresos, el miedo a perder el empleo, el miedo a no poder pagar la hipoteca, el miedo a no poder pagar el alquiler, el miedo a tener que cerrar el negocio, el miedo a no poder hacer frente a la deudas, el miedo a quebrar, el miedo a tener que despedir a algunos trabajadores, el miedo a no poder movernos con libertad, el miedo a cómo les irá a nuestros familiares y amigos que ahora no podemos abrazar, el miedo a no tener qué comer y sobre todo a no poder alimentar a la familia, el miedo al dolor que la enfermedad nos provoque, el miedo a estar solo en un hospital y que tus seres queridos no puedan acompañarte, el miedo, en fin, a la muerte. Vivíamos en un mundo en el que mucha gente –ya sé que otra mucha no– tenía grandes certezas, grandes seguridades que de repente se nos han desmoronado. No hay nada peor para actuar, para tomar decisiones que la incertidumbre. Hay que empezar a pensar en nuevas certezas, al menos certidumbres, en nuevos fundamentos para un mundo nuevo. El futuro no tiene por qué ser algo que nos venga impuesto sino que debemos construirlo nosotros, y para eso tendremos que conocer los puntos de apoyo que hagan sostenible el andamiaje.
Algunas de nuestras creencias más firmes se tambalean con esta crisis. Por ejemplo, creíamos en la ciencia, confiábamos en el poder inmenso del conocimiento científico que nos ha llevado a la Luna y a los más profundos abismos de los océanos, que ha inventado medicamentos que nos sanan, que nos ha permitido disfrutar de tecnologías maravillosas en nuestra vida cotidiana y en nuestro trabajo, que nos ha interconectado con los lugares más recónditos del Planeta y, de repente, un virus que es imperceptible al ojo humano –sino es por el microscopio– causa miles, decenas de miles de muertos en todo el Mundo. Apenas tenemos mecanismos para luchar contra él. Y con los que contamos no sólo resultan insuficientes sino que, en el fondo, algunos, como los guantes y las mascarillas, sólo sirven para intentar evitar precariamente el contagio. Otros nos ayudan a paliar el malestar si nos contagiamos, pero no nos curan o lo hacen de forma aleatoria ayudando a que el propio cuerpo reaccione y vuelva a tomar oxígeno. Varios meses después de que supiéramos del virus SARS-CoV-2 no tenemos aún respuestas científicas, médicas eficaces, aunque parecen estar cerca. Esto es normal porque la ciencia tiene su ritmo. Las investigaciones son lentas y requieren medios, inversión y periodos prolongados de pruebas. Nos habíamos acostumbrado al mundo de lo inmediato, a la resolución de necesidades y caprichos en tiempo real, a un mercado que respondía muy rápido a nuestros requerimientos. Ese mundo del ya en el que vivíamos no sirve ahora para dar respuesta a esta crisis, porque hay soluciones que necesitan tiempo. No obstante, lo que la ciencia puede ofrecer es mucho porque puede salvarnos la vida, pero está muy lejos de la idealización en que teníamos al conocimiento científico y a la tecnología, en los cuales seguimos teniendo confianza, incluso fe en el sentido religioso del término los que con muchas dificultades entendemos la mayoría de los experimentos científicos.
En nuestras sociedades –ya sé que en otras no–, la muerte sólo se comprendía o como un proceso natural que llegaba tras largos años de vida –si alguien moría con menos de 80, parecía una aberración– o como un golpe de la mala fortuna cuando le tocaba a una persona joven. Ahora, la muerte se ha instalado en nuestras vidas. Muchos, miles están tratando con ella en su círculo más próximo y no deja de aparecérsenos a todos en la televisión con su faz más inhumana, ante la que nos sentimos impotentes. Nuestra condición mortal –“¡que no puede querer vivir mañana/ sin la pensión de procurar mi muerte!” (Quevedo)– se nos ha hecho visible de golpe, brutalmente. Excepto en poblaciones que han sufrido guerras, pandemias o hambrunas –en general, circunscritas– o violencia extrema por delincuencia, la muerte ya no formaba parte de nuestra cotidianeidad. Era algo excepcional. Alguna vez, un sobresalto, pero no más. Uno esperaba la muerte de sus mayores a una edad avanzada, ya está. Lo demás era un elemento disfuncional del sistema, una pieza que no encajaba en la idea de mundo que teníamos. Ahora, no: la muerte está aquí, de nuevo. En la historia, la convivencia con la muerte ha sido mucho más intensa. Si algo caracterizaba nuestra vida en amplias zonas del Planeta antes de esta catástrofe, era la ruptura con ese pasado de tremenda mortandad, no tan lejano pero olvidado.
Lo que más me llamó la atención de China cuando su población fue azotada por esta pandemia hace unos meses fue la forma tan disciplinada en que sus habitantes siguieron las instrucciones del Gobierno. Todo el mundo lo achacó al sistema político, pero esta respuesta me parece insuficiente. Si hablas con ellos, te das cuenta de que este comportamiento tan respetuoso con las normas no sólo está asociado a una tradición de sometimiento a la autoridad sino que se debe al miedo, y no al miedo a la Administración, sino a la enfermedad y a la muerte. Es una sociedad en la que el nivel de vida ha mejorado mucho en las últimas décadas y existe una clara conciencia de cómo se vivía años atrás: peor, mucho peor. La gente no quiere volver atrás y, sobre todo, no quiere perder lo que ha conseguido. En buena parte de Occidente, este miedo a que pudiera volver un pasado cercano en que se vivía peor se había diluido, a pesar del crecimiento de las desigualdades y de la inseguridad. Pero estaba ahí, latente. En pocos días se ha ido imponiendo y la gente está confinada no sólo por respeto a las normas, sino por miedo.
Este miedo formará parte de nuestro futuro inmediato y tendremos que ser capaces de afrontarlo. Condicionará nuestros comportamientos a la hora de socializar, de viajar, de comer, de trabajar. No hay nada peor que vivir con miedo. El miedo impide pensar, el miedo impide crear, el miedo impide invertir, el miedo impide actuar, el miedo, en fin, impide vivir si no lo controlamos. O nos lleva a comportamientos espasmódicos e irracionales. Hobbes nos cuenta cómo fue fruto de un parto prematuro por el miedo que le produjo a su madre el anuncio de que la Monarquía española preparaba la invasión de Inglaterra. Y afirma que ese miedo lo llevó él siempre en el cuerpo. Puede ser en este momento una buena metáfora que nos permita evitar que se produzca una entrega de poderes casi omnímodos al Leviatán. Nuestro miedo actual no puede ir contra las libertades y derechos que hemos conseguido a lo largo de siglos. Las garantías de la libertad deben salvaguardarse aunque de forma excepcional, y legalmente prevista, se entreguen mayores poderes al Estado.

II

El segundo elemento que destacaría de la situación actual es la responsabilidad o, mejor dicho, la conciencia de responsabilidad. Habrá tiempo de analizar y de sacar consecuencias de los responsables de esta pandemia, si es que puede encontrarse un origen claro, y de los responsables de la respuesta a la misma a nivel nacional e internacional. Pienso que el Gobierno chino es muy consciente de la necesidad de mejorar la salubridad de algunos de sus mercados y de modificar algunas costumbres culinarias de sus gentes, algo que es extensible a otras muchas partes del Mundo. También los gobiernos de todo el Mundo podrán analizar, a posteriori, en qué medida no supieron precaver a sus sociedades del peligro y si se tomaron o no las medidas oportunas en los tiempos correctos, y se dotaron de los medios pertinentes para hacer frente al contagio y a sus consecuencias.
Mas no es éste el sentido de responsabilidad al que me refiero. La pandemia nos ha obligado a todos a asumir un grado más o menos grande de responsabilidad, en algunos casos de una forma tremenda y con una respuesta excepcional como en el del personal sanitario. Asimismo en otros muchos sectores que necesitamos que sigan funcionando para que la vida no se pare del todo y se parezca demasiado a la muerte. La respuesta del ejército, de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y de emergencias, entre otros colectivos, está siendo también ejemplar. Les viene impuesto por su condición, por su función en la sociedad, pero todos los ciudadanos, de una u otra forma, hemos tenido que asumir nuestra responsabilidad, insisto, por pequeña que sea. La mayoría de nosotros cumplimos con ella con quedarnos en casa e intentando que nuestros trabajos sigan siendo productivos a distancia, y respetando las recomendaciones de las autoridades cuando salimos a realizar alguna de las actividades consentidas. Otras personas han asumido su responsabilidad yendo a trabajar para garantizar un mínimo de funcionamiento de algunos sectores esenciales y, sobre todo, el suministro de los productos básicos, respetando los protocolos de seguridad en la vida cotidiana de su trabajo, a veces con enormes dificultades por la falta de materiales para su protección. Los niños están siendo especialmente disciplinados, y siguen estudiando con nuevos métodos en una situación que quizá para ellos, que ven el riesgo tan lejano, sea más extraña e incomprensible. Están muy acostumbrados a la vida en red, así que sólo han tenido que incluir en ella su educación, o ampliar lo que ya en redes hacían para formarse. Y con eso, y ayudar algo en casa, también están siendo responsables, muy responsables.
Nos hemos dado cuenta de que nuestra responsabilidad individual es importante para que la responsabilidad colectiva se ejerza, porque la fuerza del todo se pierde si alguna de las partes no cumple con su tarea, con lo que le toca hacer a cada uno. Esta conciencia de responsabilidad individual y colectiva no se perderá cuando pase esta situación sino que formará parte de nuestro futuro. Eso quiero pensar. La crisis nos ha hecho más conscientes de la importancia de lo común. En sociedades tan radicalmente mercantilizadas en las que cada uno busca su propio interés, su propio beneficio, vuelve de pronto a tomar sentido la vieja idea filosófica del bien común –tan discutida en la postmodernidad–, de lo que es bueno para todos: por lo menos la salud. Y aunque ésta puede interpretarse como algo individual, nos hemos hecho conscientes de que sin una idea de lo común, la salud de cada uno de nosotros está en grave riesgo. Si no se trabaja en común, si cada cual no asume su responsabilidad como persona, la salud de todos y de cada uno peligran. Lo dicho para la salud se puede aplicar a muchos otros ámbitos.
Sin perjuicio de que haya habido comportamientos egoístas (gente acumulando mascarillas o gel desinfectante para especular, masas histéricas haciéndose con papel higiénico sin pensar en las necesidades del vecino, personas que no respetan las normas al salir a la calle), ahora valoramos más lo colectivo y somos conscientes de que lo común es de todos, de todos y cada uno de nosotros. La crisis sanitaria ha mostrado las insuficiencias del mercado para dar una respuesta eficaz a una situación como ésta, pero tampoco hay que demonizar a la sociedad de libre mercado como si su fracaso en esta cuestión pudiese absolutizarse. El mercado sigue (seguirá) funcionando bien en otros aspectos, por lo menos mucho mejor que cualesquiera otras políticas en las que la sociedad de libre mercado se destruyó. El Estado, tan debilitado en Occidente por los ataques neoliberales de las últimas décadas, ha tenido que responder y tomar las riendas de la situación con medidas de excepción a nivel político, jurídico, económico, sanitario, militar, etc. Se ha echado de menos, sobre todo, que las organizaciones internacionales no tengan la capacidad de dar la respuesta requerida en un momento así ni, en algunos casos, la voluntad. El problema es que no se ha dado el paso necesario de convertir las organizaciones internacionales en supranacionales, es decir, organizaciones en las que el peso de los estados se diluya y el juego de intereses no sea nacional sino que las decisiones se tomen realmente en función de las sociedades, de los individuos que las conforman más allá de las fronteras. Parafraseando un viejo dicho marxista: los ciudadanos no sufrimos como españoles, italianos, franceses, alemanes, chinos, norteamericanos… sino que sufrimos como personas. Da igual quién dé las soluciones, lo importante es que se encuentren y ejecuten.
En todos los estados, en unos más y en otros menos, se ha hecho patente las insuficiencias de la gestión pública para responder ante una tragedia como ésta. La falta de medios. La incapacidad para conseguirlos en una situación de crisis de la oferta ante el aumento exponencial de la demanda. La sociedad ha empezado rápido a responder con gran ingenio y capacidad, pero sólo el Estado tiene infraestructura, con todas sus insuficiencias, para coordinar lo público y lo privado y hacer frente a la pandemia. La cooperación de lo público y lo privado en temas, por ejemplo, sanitarios, industriales y logísticos está siendo crucial. Esta experiencia es posible que cambie la relación entre lo público y lo privado en el futuro, y desde luego cambiará la conciencia con que veremos la necesidad de esta coordinación público-privada también en momentos no excepcionales como éste para responder a otras necesidades de la población. Por ejemplo, es posible que haya que recuperar las empresas públicas que funcionen bien en un mercado libre, incluso sirvan para financiar al Estado, y sean capaces de dar respuesta en situaciones como la actual. Esta crisis nos enseñará a cuantificar los beneficios no sólo en términos económicos, sino también sociales, medioambientales...
Pienso que el Estado que, cuando es democrático, es la invención más maravillosa del género humano a lo largo del proceso –que no progreso– histórico, saldrá fortalecido de esta crisis. Seremos más conscientes de la necesidad de contar con organizaciones políticas, gubernamentales, fuertes, capaces de afrontar grandes retos sin poner en menoscabo las garantías del rule of law. Y para esto tendremos que dotarlas de medios suficientes, de inversiones previsoras a medio y largo plazo y no sólo de fondos para ir tirando. La fortaleza del Estado no deberá suponer una sociedad civil más débil. Si algo nos enseña también esta crisis, es la absoluta conveniencia de que Estado y sociedad civil se complementen y refuercen. Este Estado fuerte no tendrá que ser ninguna amenaza para los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, aunque el riesgo está ahí. La tecnología tiene que servir para dar más libertad a las personas, no para recortársela. El mayor peligro que está haciendo evidente esta crisis, aunque viene de atrás, es el uso de las tecnologías por gobiernos y empresas para conseguir información de los ciudadanos y controlar sus vidas y manipular sus opiniones y decisiones. Todo esto tendrá que ser suficientemente regulado para que los derechos y libertades individuales, y también colectivos de asociaciones, empresas, etc., no puedan ser vulnerados.
  
III

La tercera cuestión que destacaría de esta crisis es que, frente a la realidad de las respuestas nacionales a la misma, se hace más evidente la necesidad de una organización mundial poderosa y efectiva. Desde hace años vivimos el auge de discursos nacionalistas antiglobalización a derecha e izquierda. El “America first” de Trump y el Brexit de Boris Johnson son los mayores ejemplos, pero no los únicos. El discurso xenófobo de la ultraderecha europea a lo largo y ancho de la Unión y el antieuropeísmo del populismo de izquierdas, enmascarado tras la crítica a los supuestos déficits democráticos de la UE, son otros ejemplos muy evidentes. La crisis sanitaria ha acentuado estos discursos nacionalistas y populistas, que han pedido el encierro en nuestros territorios como si el virus entendiera de fronteras políticas o como si se pudiera parar en seco la movilidad de millones de personas en el Mundo, y se pudiera dar respuesta nacional a un problema que se ha convertido en internacional desde su mismo origen al producirse en la primera economía del Mundo. ¡Cerremos las fronteras!, gritan, y ahora se ha hecho necesario, pero precisamos que lleguen de fuera los materiales y las medicinas para protegernos y curarnos, porque no tenemos capacidad de producirlos dentro. ¿Qué cierre de fronteras es ése? ¿Sólo para personas? ¿Pueden venir los productos sin que los traiga nadie? ¿Se podría mantener este cierre de fronteras como algunos proponen prolongándolo en el tiempo? ¿Qué efectos tendría para la economía? Hoy ha sido este problema sanitario provocado por el coronavirus; mucha gente puede pensar que con la renacionalización –no me refiero a que pasen al Estado sino a deconstruir la deslocalización– de algunas industrias la dificultad ya estaría solucionada. Pero mañana serán otros los problemas que surjan y será complicado que cada país tenga capacidad por sí mismo para responder a todos los que aparezcan. No justifico que no se hayan tomado antes medidas coordinadas y radicales, incluso sobre el cierre de fronteras. Quizá habría que haber ayudado a China a cerrar las suyas cuando se supo de la aparición del virus, poniendo los medios para hacer frente a la crisis sanitaria, económica y social, de forma que no sólo el país asiático sufriera las consecuencias. Para ello hubiera sido positivo que la información transmitida hubiera sido más pronta, ágil y transparente. Es fácil hablar a posteriori, a toro pasado, como decimos en España. Los nacionalistas y populistas han intentado “colar” sus políticas en medio de la crisis no porque crean que son más eficaces que las que se están adoptando en cada país, sino porque son las suyas, las mismas que defendían antes de la crisis, las mismas que defenderán después.
La dramática situación en que estamos nos debe llevar a cuestionarnos el modelo de globalización que hemos auspiciado: paraísos fiscales, doping fiscal de muchos estados para facilitar la menor tributación de grandes empresas en su territorio –sobre todo de tecnológicas y vinculadas a la sociedad en red–, deslocalización industrial hacia países que no reúnen las condiciones suficientes de seguridad en el trabajo y en los que se pagan sueldos miserables, gran movilidad del capital mientras se ponen enormes dificultades al movimiento de las personas para buscar empleo, desarrollo de un modelo industrial y logístico que produce una contaminación enorme, conversión de las bolsas en casinos financieros que poco o nada tienen que ver con la inversión productiva, estandarización cultural, etc. Todo esto es cierto y habrá que repensar este modelo de globalización y poner soluciones a los problemas que plantea, pero si no somos capaces de ver las ventajas de la misma, de la intercomunicación entre los pueblos y las culturas, entre las personas, y los ámbitos de libertad que esto abre, nos estaremos equivocando en el diagnóstico. Las políticas nacionalistas que están adoptando todos los países para luchar por su cuenta contra el virus se prolongarán en el tiempo, esperemos que sólo durante un corto plazo. El discurso identitario como panacea a cualquier dificultad se afianzará, esperemos que por poco tiempo. Ciudadanos y gobiernos tendremos que ser capaces de manejar individual y colectivamente nuestros miedos; para lo que necesitaremos nuevas certezas, nuevas evidencias, o al menos certidumbres. Y para esto será necesario un orden internacional que genere esas certidumbres, evidencias y certezas, que eviten el miedo colectivo para que el pánico no vuelva a apoderarse de nuestras sociedades. Habrá que fortalecer el orden internacional e idear instituciones que en situaciones semejantes a la actual puedan actuar de forma conjunta, coordinada y rápida. Frente al nacionalismo del sálvese quien pueda, cuyo enfático y cansino discurso era anterior a la crisis, habrá que construir ideales supranacionales que estén por encima de los limitados intereses de los estados. Por ejemplo, promoviendo grandes fondos de inversión en ciencia para hacer frente a retos mundiales como las pandemias o como el deterioro del medioambiente. Dotándolos de ingresos generosos y de autonomía. Tendremos que llegar al convencimiento de que la ciencia no debe estar sometida ni a los intereses políticos ni a los del mercado, aunque sé que no es fácil. Esto no significa que la sociedad civil no promueva también la ciencia, pero al mismo tiempo tendrán que fomentarse aun más los grandes consorcios públicos internacionales para el desarrollo de un conocimiento científico que pueda dar respuesta a los grandes retos de la Humanidad.
Tendremos que aprender de las respuestas más o menos exitosas, pero insuficientes, que se dieron tras las dos grandes guerras mundiales del Siglo XX y tras la caída del muro de Berlín, que han sido, en un sentido muy distinto, las últimas grandes crisis de nuestro mundo. De ellas salió una sociedad internacional más fuerte, más coordinada, con mayor capacidad de actuación, por muy limitada que nos parezca. La respuesta que provocó el 11S no es la más adecuada para seguir adelante, como se está mostrando. No porque no hubiera que responder a un criminal ataque del terrorismo internacional que no sólo se presentaba como un golpe al poder hegemónico de Occidente sino a nuestros valores y nuestra cultura desde los supuestamente mejores principios del islamismo radical, sino porque sólo se pensó en la venganza y no en las cuestiones de fondo, y menos en los trasfondos. Ninguno de los grandes problemas que quería afrontar aquella respuesta ha encontrado solución, en último término éstos se han cronificado en algunas partes del Planeta y sólo los hemos alejado de Occidente, pero no se han solucionado, aunque a muchos esto les parece bastante. Siguen ahí latentes. La respuesta belicista al 11S saltándose en muchos casos el Derecho internacional, el “America first”, el Brexit y los discursos nacionalistas en Europa son el canto del cisne de la sociedad WASP norteamericana y sus equivalentes europeos, lo que no quiere decir que el cisne no prolongue su canción durante varias décadas. Con el ataque a las Torres gemelas de Nueva York, el discurso identitario se hizo fuerte, aunque su presencia en la política y en el mundo académico venía de atrás y era, y es, incluso más incisivo fuera de Occidente. Se impuso sobre el discurso de la libertad, al presentarse seguridad y libertad como un binomio incompatible. Una de las dos tenía que salir perdiendo. No es cierto el famoso trilema de Rodrik. Es posible pensar una globalización más democrática en la que los estados sigan desempeñando un papel importante, aunque, sin duda, y en eso lleva razón el profesor de Harvard, éstos deben ceder algunos elementos que hoy, absurdamente, se siguen considerando vinculados a la soberanía estatal. La soberanía, tal y como la concebimos desde la época de las revoluciones, no es de los estados sino de los pueblos, y éstos se pueden ir reconfigurando sobre la base de los derechos y libertades individuales. Como se pasó de la soberanía regia a la soberanía nacional y, luego, a la soberanía popular dentro de cada Estado, ahora hay que dar un paso más allá. Hay que dar ya el paso, por ejemplo, a una soberanía del pueblo europeo y empezar a construir una soberanía universal. Lo importante es hacer compatible la libertad con las sociedades pluriétnicas y pluriculturales en las que ya vivimos. No es sencillo ni conveniente poner cordones sanitarios a las culturas. Esto no significa que en la discusión sobre los valores que deban predominar en el futuro cualquier cosa valga amparada en supuestos derechos culturales o históricos. La cultura occidental tiene toda la legitimidad para que, por resumir, los valores de la Ilustración sean defendidos. No hay que abandonarlos como a veces hace Occidente en aras de un multiculturalismo mal entendido y de un complejo de culpa que lleva a una redención cristiana de los pecados que no viene a cuento porque ninguna generación está obligada a penar por lo que hicieron sus mayores. Cada generación tiene que construir su mundo aprendiendo de los errores del pasado. La respuesta a esta crisis no puede ser la del 11S sino la del espíritu pacífico y constructivo que llevó a la creación de la Sociedad de Naciones, de la ONU, de la UE y de tantos otros organismos internacionales que se esforzaron y esfuerzan por hacer mejor este mundo, aunque su éxito haya sido limitado, incluso muy limitado. Desde luego, han acertado más que las políticas nacionalistas que nos llevaron a dos grandes guerras mundiales tras la primera gran globalización que trajo la segunda revolución industrial. El miedo no podrá, no debería coartarnos la libertad.

IV

Finalmente, destacaría que la nueva conciencia del bien común debe traer también una nueva manera de concebir la justicia. El virus golpea por igual a pobres y a ricos desde el punto de vista de la salud. Aunque las poblaciones más pobres viven en unas condiciones higiénicas que facilitan mucho la expansión del virus, lo cierto es que algunas de las zonas más afectadas por el SARS- CoV-2 tienen un nivel de renta muy alto, tanto en China como en Europa y América. Mas si el virus afecta igual a ricos y pobres en esa igualación que es la muerte –“nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”, por decirlo con las Coplas de Jorge Manrique–, está claro que no lo hará de la misma manera desde el punto de vista económico. La crisis ha hecho que las desigualdades se hagan aún más evidentes y que los problemas que con cierto bochorno tenían que ir conllevando los estados se conviertan ahora en gravísimos, en una cuestión vital, de supervivencia. Mucha gente se va a quedar sin ingresos y no sabemos cuánto se prolongará esta situación, incluso después de que se produzca la vuelta a una normalidad que ya lo no será. Esto obliga a que pensemos nuevos parámetros de justicia social. Por ejemplo, que pensemos en la necesidad de una renta mínima vital. Es un tema complejo y que tendrá que ejecutarse con cuidado y teniendo en cuenta muchas variables, y, en mi opinión, con alguna contraprestación social por parte de quienes la reciban. En tanto que la crisis acelere el proceso por el que las nuevas tecnologías transforman el mundo laboral, y ello suponga que no haya empleo para todos, por lo menos durante una etapa de transición a un nuevo modelo económico, me parece importante que se arbitren fórmulas de dignidad vital para los ciudadanos más necesitados. Como esto supondrá mayor gasto para el Estado, será indispensable la redefinición completa de la fiscalidad de los Estados y la necesidad de una fiscalidad internacional, o por lo menos europea, sobre los ingresos de las empresas tecnológicas, el comercio en internet, las transacciones monetarias internacionales, los mercados bursátiles, etc., y también sobre las fuentes naturales de energía, incluso sobre su propiedad.
Después del miedo, espero que seamos capaces de construir un mundo más seguro, más libre, más intercomunicado, más supranacional y más justo. Pero no será fácil. Está en nuestras manos.

Javier Zamora Bonilla
Prof. de Historia del pensamiento político
Universidad Complutense de Madrid
jzamora@cps.ucm.es



Comentarios

  1. Del análisis de la nueva situación, me quedo con el valor de lo común y de las sociedades supranacionales, que deberían evolucionar mucho más, frente al populismo.

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    1. Gracias, Antonio, por tu valoración y por ser el primer comentarista.

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  2. Lo suyo sería convocar a las personalidades de todo tipo a diseñar un futuro útli e ilusionante, al modo que hizo Eisenhower, cuando la URSS inició la Guerra Fría (que en aquel momento nadie sabía que no iba a ser caliente), situando el primer satélite Sputnik. Ike llamó a su lado al presidente del M.I.T., James Killian, y éste formó aquel legendario Scientific Advisory Council, con Premios Nobel, inventores, figuras populares de envergadura, etc. De allí salió la red multicentralizada de comunicaciones precedente de la Internet, la agencia independiente NASA, la Darpa, la inspiración de la Rand co y su Método Delphi, y un extenso etcétera.

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