La guerra, otra vez

 

Me he despertado angustiado por una pesadilla. Al tomar conciencia de que había sido un sueño, la recordaba con cierta claridad: estaba en un parque de Pozuelo, no lejos de casa, con mi mujer y mis dos hijas, que eran más pequeñas de lo que son ahora. Estábamos sentados en el césped. Mirábamos al cielo y veíamos avionetas haciendo acrobacias. Eran de esas pequeñas que despegan y aterrizan en el aeródromo de Cuatro Vientos. Se esquivaban con gracia las unas a las otras y jugaban en el aire haciendo serpentinas y volteretas, simulando que se abrazaban entre sí. Me han recordado a esos soldados con sus uniformes coloridos e impolutos que algunos pintores vanguardistas pintaron al comienzo de la Gran Guerra, antes de conocer los horrores que provocaría, soldaditos que parecían de plomo, producidos para que jueguen los niños. Los vi en algún cuadro, quizá de Paul Klee, en una exposición celebrada en el Museo Thyssen hace muchos años. De pronto, en mi pesadilla nocturna, la perspectiva cambiaba, aunque en el recuerdo del sueño todo parecía tener una continuidad indisoluble. Le decía, nervioso, a mi mujer: “parecen ejercicios militares”. El tipo de aviones era otro y, de repente, un helicóptero fuertemente armado, con sus puertas abiertas y soldados dispuestos a saltar, pertrechados de ametralladoras, como los hemos visto tantas veces en las películas, se posaba sobre un tejado. Al apoyarse se oía un fuerte golpe que se mezclaba con el gran estruendo que producían las aspas. Parecía inminente que iban a disparar. Cogí a mi mujer y a mi hija pequeña de la mano y corrimos despavoridos para situarnos detrás de un edificio. Allí instalados, mirábamos intranquilos y excitados a uno y otro lado del bloque de viviendas por si aparecían los militares. No sabíamos qué hacer, por dónde sería mejor huir, aquél no parecía un lugar seguro. Mi hija mayor ya no estaba con nosotros, pero no podía precisar si se había ido o se había quedado en el parque. Esto incrementaba la preocupación y la angustia. En ese momento me desperté. Aún no había sonado ni un solo tiro.

Mi cabeza y mi cuerpo han somatizado las impresiones de estos días, han querido vivir de alguna forma la angustia que están sufriendo los ciudadanos ucranianos que ven avanzar la fuerza destructora de un ejército imperialista en pleno siglo XXI. Otra vez la guerra en el suelo europeo. Lo cierto es que ya estaba ahí desde hace ocho años. En realidad, casi no ha dejado de estar, pero mirábamos para otro lado porque pensábamos que podía circunscribirse a un pequeño territorio alejado. Nada menos que en Sebastopol, que para el imaginario español es el fin del mundo desde que a mediados del siglo XIX nuestros antepasados mandaron allí un pequeño contingente de tropas a la Guerra de Crimea. Mas ahora las circunstancias han cambiado y nos hemos hecho conscientes de que esa guerra es la nuestra, de que puede extenderse a nuestros territorios, que puede afectar trágicamente a nuestras vidas y acabar con ellas. La guerra es siempre una gran catástrofe que interrumpe o rompe, a veces para siempre, la cotidianeidad de la vida de los que la sufren. En Europa tenemos experiencias muy cercanas que marcaron el siglo XX, que mostraron la capacidad de algunos humanos para hacer el mal, para destruir la vida, para destruir el bienestar social y la belleza del patrimonio histórico que ha costado tanto construir generación tras generación, y que pueden quedar deshechos en minutos por unos bombardeos.

Ayer le contaba a mi hija mayor que uno de sus bisabuelos y uno de sus tatarabuelos habían pasado tiempo en la cárcel por la guerra, el tatarabuelo militar por carlista que perdió la última carlistada y fue enviado al penal de Mahón. El bisabuelo por haber defendido la República en la Sierra del Guadarrama durante la Guerra Civil con las tropas que tenía al mando como militar de carrera. Ambos salvaron la vida a pesar de haber estado en primera línea del frente, al contrario de tantos que cayeron. Sus otros bisabuelos también participaron en la Guerra Civil aunque no eran militares. De sus antepasados más cercanos, le decía a mi hija, sólo sus abuelos, nacidos durante la Guerra Civil como mi padre o la inmediata postguerra como mi suegro, no habían hecho la guerra.

La guerra, otra vez, con su olor a dolor y catástrofe, con los atronadores ruidos de los disparos y las bombas que hacen enmudecer la música cotidiana que nos traía la felicidad, con la muerte devastadora que produce una tragedia tras otra. Ojalá sepamos encontrar la vacuna que ponga fin a este virus de la guerra que por tantos años lleva permaneciendo en la historia.

 

27 de febrero de 2022

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