Colgar los cascos
Cuando hace unos años veíamos a alguien solo por la calle dar voces y manotear, pensábamos que estaba loco. A los que no habíamos nacido en la sociedad de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, como se las empezó a conocer entonces, nos costó acostumbrarnos a que había gente que iba hablando por su teléfono móvil con un pinganillo en la oreja y un micrófono en la solapa. Ya nos hemos acostumbrado e, incluso, lo practicamos con total normalidad, pero me sigue llamando la atención que cada vez más gente vaya todo el rato con sus cascos o auriculares escuchando la radio o música o podcats, tanto si caminan como si hacen deporte –¿hay que decir running?– o esperan sentados cualquier cita o hacen tiempo, que es algo que tanto nos cuesta hacer ahora que tenemos nuestras vidas tan repletas. Antes se hacía mucho tiempo, que no siempre parecía perder el tiempo. La generación de mis padres y de mis abuelos aún hacían más tiempo, y no les parecía perderlo, sino llenarlo a la espera de un momento en que había algo práctico o urgente que hacer. Ahora, en cuanto nos sentamos a esperar, sacamos el móvil. Sufrimos horror al vacío.
Tengo que reconocer que me sorprende porque a mí siempre me ha gustado ir por la calle escuchando la vida, el sonido de la ciudad, el llanto del niño, el griterío del colegio, la conversación tenue de los adolescentes enamorados, el canto de los pájaros, el ruido del motor de explosión, la charla del portero con el vecino, el sonar del viento al chocar con los árboles del bosque, el silencio de la mañana cuando aún duerme la urbe…, y mirar la vida, de la que tanto se aprende. Dicen que así, mirando, nació la filosofía.
Además –y quizá haya en esto algo de narcisismo– siempre me ha gustado escucharme a mí mismo, hablar conmigo, recordando aquellos preciosos versos de Antonio Machado: “mi soliloquio es plática con este buen amigo // que me enseñó el secreto de la filantropía”. Cuando camino y siempre todas las noches antes de dormirme, hablo conmigo, me pregunto por el quehacer de mañana y del futuro próximo, bosquejo mis artículos, mis clases, mis conferencias, mis libros en un diálogo interminable, incluso pienso cómo mejorar nuestra democracia, cómo mejorar nuestro mundo, y me pregunto qué podría hacer yo por conseguir que aquélla y éste fuesen mejores. No olvidemos el segundo verso de Machado, el soliloquio nos enseña el secreto de la filantropía, del amor al otro, a la humanidad.
Las nuevas tecnologías nos ofrecen la posibilidad de estar de forma permanente conectados a una o varias pantallas, de las que recibimos mensajes todo el tiempo. La inmediatez, fluidez, abundancia y variación de la información, cada vez más difícil de mantener actualizada y de procesar, nos hace estar alerta de manera constante. Estamos alterados por la información que recibimos o que buscamos. Siempre haciendo algo.
No niego que en este constante quehacer y búsqueda de quehaceres que eviten el vacío tiene mucho que ver el tipo de vida que llevamos, sobre todo en las grandes ciudades, y el modelo de sociedad que hemos construido, el tipo de relación que establecemos con el trabajo y con el ocio, pero también me temo que hay un miedo a ensimismarse, a encerrarse a ratos consigo mismo y escucharse, a tener ese soliloquio del que habla Machado, tan necesario para conformar nuestra vocación y perseguirla, preguntándonos de vez en cuando si vamos por el camino que habíamos pensado o, por el contrario, si la vida nos arrastra por veredas que no querríamos transcurrir. Hablan de un nuevo estilo de vida que, frente al barullo urbano, llaman vida lenta –slow life, en inglés–, pero no sé si es lo mismo que yo planteo aquí. Efectivamente me parece que hay que echar el freno, que muchas veces vamos demasiado acelerados, que queremos hacer demasiadas cosas, que creemos poderlo abarcar todo porque todo parece a la mano con esas nuevas tecnologías, y más ahora con la Inteligencia Artificial, pero lo que yo sugiero es que, además de parar, además de vivir más pausadamente, nos metamos un rato cada día en nosotros mismos, dejemos a un lado los cascos, el móvil, la tablet, la tele, la radio, incluso a los amigos y a la familia, e intentemos dialogar con ese “buen amigo” que siempre va conmigo. Decía Ortega que la lucha por el cumplimiento de la vocación es el único camino cierto a la felicidad.
En esta sociedad en que la soledad es un problema serio, la soledad no deseada, que a veces se convierte en un problema de salud mental, no aprendemos a estar solos, no nos enseñan a ensimismarnos, y eso nos lleva a veces a caer en ensimismamientos patológicos. Uno no puede estar constantemente ensimismado, pero tampoco deberíamos estar constantemente alterados, sin hablar con nosotros mismos para orientar nuestra vocación y esforzarnos en cumplirla, a sabiendas de que somos seres sociales, zoon politikón, por decirlo con Aristóteles, y que sólo en la polis –no digo ciudad porque el pueblo campestre es también polis–, en la convivencia con los otros podemos desarrollar todo nuestro potencial ser humano. Pero, para eso, un ratito cada día, tenemos que ensimismarnos, tenemos que colgar, un ratito, los cascos y dejar, un ratito, el móvil en la mesilla.
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